EL ESPEJO DE LO QUE YA NO ES
Luisa, Juana Inés, Ivette, Winétt,
Federico, Marcel...
Ángeles Mateo del Pino NGELES
MATEO DEL PINO
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
¿Quién se ha detenido a mis espaldas?
Alguien apagó la sombra,
una voz me encierra, cerrándome las puertas, cruzándome,
una mueca de cera viene desde muy lejos, desdoblándose.
En el horror de Dios, un pájaro perfila un grito.
La noche es blanca y muerta, la luna, ¿había que decirlo?
sin embargo es negro
el reloj e implacable.
Sentimientos proyectados;
¿en dónde está la cabeza del sueño, que no tiene cabeza,
ni pies, ni ojos, ni manos y existe?
Mi cuerpo tendido entre cielo y
mundo
se eleva, se resiste,
se retrata disgregándose, entre
verdes peces alados que ya no tocarán la tierra.
Yo soy mi sombra.
Construyo
innumerables ilusiones fosforescentes
con palabras que salieron destruidas al amasarse,
(habría que contar una historia) pero, todas las historias son historias,
y, por lo tanto, engaño.
Hacia la distancia,
¿quién se reconoce
en el ayer?
Vehemencia, vehemencia, eres el espejo
de lo que YA NO ES,
te borro de mí misma y te envuelvo con fuego,
rechazándote, como niña de rosa en tiempos dolorosos,
de contienda sangrienta.
Winétt de Rokha, "Planeta sin rumbo," Oniromancia (1943)
Construir ilusiones: máscaras, disfraces,
artificios
¿Qué es una máscara?... una figura que representa
un rostro humano, algo con lo que
una persona se cubre para no ser reconocida, para aparentar ser otra.
Simular, disimular, mostrarse de otra manera.
Disfrazarse, desfigurarse, alterarse. Un artificio,
una estrategia, una idea que forma
la fantasía. Ficción, imitación, falsificación,
fingimiento...
¿Se puede enmascarar
la identidad?... y ¿la conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta
a las demás? ¿Si se disfraza
la identidad se deja de ser idéntico? Entonces, ¿qué rasgos serán los propios y característicos frente a otros? ¿Se tendrá igual conocimiento de uno mismo con o sin máscara? ¿Seremos ese alguien que se supone?
¿Nuestra
subjetividad será igual
a nuestra identidad? ¿Seremos siempre un sujeto
en oposición al mundo externo?...
Preguntas y más preguntas...
Interrogantes que no tienen una única respuesta, aun cuando todas ellas hayan sido formuladas
a partir de las definiciones que da el Diccionario de la Lengua Española para significar términos como máscara, disfraz, artificio, estrategia, simular -simulación,
simulacro-, identidad y
subjetividad.1
Estas incógnitas nos traen a colación una cuestión planteada por el autor
argentino
Néstor Perlongher, quien en 1988, al reflexionar sobre su propia obra, enunciaba: "Si
no hay un yo [...] si somos todos
multiplicidades [...] ¿quién
escribe? ¿quién habla?
O:
¿de parte de quién?" Para concluir que si "somos tantos [...] lo simple se complica -si
hablar de uno es perorar acerca de un irreductible múltiple" (1997, 139). Por lo tanto,
si resulta difícil debatir
acerca del "yo" la dificultad se acrecienta
al querer "descifrar"
cuáles son las identidades que asume el escritor y que proyecta sobre la escritura como
el reflejo de un espejo cóncavo. Imagen especular en donde no sólo se reconoce
él sino
se reconocen
otros; donde no sólo se inventa él sino que inventa a otros. De este modo,
la escritura pone de manifiesto -hace presente- otras voces, otros cuerpos,
otras grafías que, al decir de Severo Sarduy, constituyen los planos de intertextualidad (1999, 1151).
Desde esta premisa cabe entender
entonces que en una conversación sobre la realidad
y la ficción, mantenida
por Carlos Monsiváis y Sergio Pitol, se aluda a una convicción
compartida por ambos: "La máscara es el
espejo del alma" (2005, 3).
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la máscara la porta una mujer, una escritora, en un
ámbito cultural que la margina? A esta pregunta parece responder
Sonia Mattalia cuando
titula su ensayo sobre producciones literarias de mujeres en América Latina con la expresión Máscaras suele vestir. Para dicha investigadora las autoras, insertas en un medio adverso, encuentran una compensación en la escritura, ésta es la de darse
nombres y aun cuando se refiere en concreto a la venezolana Teresa de la Parra (1889-1936) nos parece interesante
recoger sus palabras porque se podrían aplicar a otras muchas mujeres:
Si la independencia no es posible
y tampoco tener un cuerpo propio; si para hacerlo
pasar "por el aro" [...] hay que alinearlo
en la mirada de los otros, la escritura
se abo- cará al deslizamiento de nombres que sustituyan
al nombre propio. Nombres ligados
a la tradición cultural
[...]. Desplaza su nombre, su marca identitaria, por nombres robados
a la tradición, nombres que alcanzan en la nueva escritura
significaciones que la cuestionan. Este desliz de los nombres propios dota al yo de nuevas máscaras y al cuerpo
de diversas veladuras: muestran los desplazamientos de la identidad
y los modelos de
identificación propuestos
por la cultura. Rebautizarse es nombrar los diversos cuerpos
que transitan bajo [otro] nombre (2003, 182).
De nuevo, las máscaras,
las escrituras, los nombres, las identidades, los cuerpos... Tal vez sea mejor pensarnos como heterónimos, tal y como postulaba Fernando Pessoa,
asumir esa "tendencia orgánica
y constante a la despersonalización y a la simulación" (2001,
577). Autor que igualmente afirmaba que debido
a sus heterónimos ya no tenía
personalidad, "cuanto en mí hay de humano lo he repartido entre los autores varios de cuya obra he sido el ejecutor. Soy, hoy, el punto de reunión de una pequeña
humanidad sólo mía" (586).
Desde estas consideraciones, desde estas "identidades tránsfugas," para utilizar un
término empleado por Adriana
Valdés (1997, 85), haremos hincapié en la obra de la
escritora chilena Luisa Anabalón Sanderson
(1894-1951), más conocida como Winétt
de Rokha,2 aunque, como veremos, no fue éste el único
"disfraz" que usó. De este modo, retomaremos las "propuestas" de la crítica antes mencionada, para analizar las diversas "personas," "máscaras" que toman la palabra,
la constitución de múltiples identidades
de reemplazo, las construcciones de subjetividades alternativas... (Valdés 1997, 94-97), aunque en su caso se refería a las identidades de Gabriela
Mistral y en el nuestro a las de
Luisa Anabalón Sanderson.
Con ello queremos "descubrir" a esta escritora, recorrer sus distintos
discursos, esos que, según Rodríguez
Magda
(2003, 7), "marcan
un subsuelo de supuestos saberes, normativas, de racionalidad, de adecuación." Pues,
siguiendo a esta autora, convenimos
que "construir el yo es muchas veces responder a todo ello, pero también distanciarse,
hurtarse a sus trampas,
desmantelar sus intenciones ocultas" (7). De este modo, pretendemos desvelar a Winétt de Rokha, quien
a lo largo de los años ha sido presentada como idealizada musa y esposa del poeta Pablo de Rokha, y cuya escritura,
en la mayoría de
las ocasiones, ha sido tenida en cuenta tan sólo como mimesis
de la de su compañero, lo que ha opacado su reconocimiento y contribución a las letras chilenas.
El ayer
En este apartado haremos referencia al contexto
histórico, político, social
y cultural
en el que se inserta Luisa Anabalón Sanderson, única manera de explicar las especiales
circunstancias que le tocó vivir como
mujer y como escritora a principios del siglo XX. De esta forma, podremos
calibrar los logros obtenidos y valorar,
en su justa medida, su inserción en el
panorama literario chileno.
A manera de escorzo introductorio, tal como lo hace Naín Nómez (1998),
hemos de destacar que a fines
del siglo XIX la Guerra del Pacífico
(1879-1884), la llamada
"pacificación de la Araucanía" (1861-1893), la Guerra
Civil de 1891 y los cambios radicales en
la composición social
emergente, con el ascenso político de las capas media y el desarrollo
de un proletariado minero y medio-urbano, cambiaron radicalmente la realidad
chilena.
En la nueva sociedad se visibiliza un enfrentamiento entre la modernización positivista, junto a un laicismo espiritual, y la concepción
tradicional del hispanismo
oligárquico enraizado en un catolicismo de vieja raigambre. Hechos sintomáticos de lo que ocurre en
el plano de los discursos culturales, caracterizados por el hibridismo y la heterogeneidad
de sus planteamientos, lo que, en el fondo, no hace más que oponer modernidad frente
a no modernidad, pues las propuestas se debaten entre nacionalismo y cosmopolitismo, campo y ciudad, tradición
y originalidad, nostalgia
romántica y proyecto positivista,
desmesura romántica y subjetivismo modernista.
Este período de transformaciones políticas es lo que lleva a Pablo de Rokha a hacer
coincidir la caída del presidente José Manuel Balmaceda (1886-1891) -la asunción de Manuel Baquedano como Jefe de Gobierno Provisional (29 de agosto
a 31 de agosto de
1891) y la de Jorge Montt como presidente (1891-1896)- y la Guerra Civil con el nacimiento de Luisa Anabalón
Sanderson, pues, según sus palabras, esto va a influir
en sus primeros y "bellos poemas." Así, cuando publica
la recopilación de la poesía de Winétt
de Rokha, Suma y destino
(1951), a modo de "Cronografía" inserta una fotografía del antiguo cuartel del Regimiento Cazadores, casa que testimonia
el lugar donde nació la autora, un siete de julio de 1894, y al pie
de la imagen coloca la siguiente reflexión:
Vio la primera luz del mundo
en el rincón nacional del pueblo en armas, a la caída
de Balmaceda, medio a medio de la gran catástrofe y el gran crepúsculo
de la ciudadanía. Llevaba, pues,
consigo el material histórico-dramático terrible de quien emerge desde adentro de
la nacionalidad ensangrentada y
pisoteada por la aristocracia mercantil
y encomendera, que negoció con Chile. Por eso sus bellos poemas venían llenos de lágrimas... (Pablo 1951, III).3
Desde el punto
de vista de los logros sociales
que atañen a las mujeres chilenas
en esta época
debemos resaltar
una serie de acciones que van desde la promulgación del Reglamento para Maestros de Primeras
Letras (1813), a la creación de la primera Escuela Normal de Preceptoras (1854) y al dictamen de la Ley Orgánica
de Instrucción Primaria
(1860). Por primera vez, en 1875, un grupo de mujeres se inscriben
en
el registro Electoral, aunque no pudieron votar en las elecciones presidenciales. Poco
después asistimos a la firma del Decreto
Amunátegui
(1877),
que
permitió
que
las
mujeres dieran exámenes para obtener títulos
profesionales, es decir, pudieran cursar estudios superiores en la Universidad.
En la década del ochenta encontramos ya algunos
establecimientos escolares mixtos (1881),
pero también las primeras
tituladas: dentistas, médicas, abogadas,
farmacéuticas..., no obstante,
también ese mismo año, el Congreso aprueba una reforma en la que se prohíbe a las mujeres el derecho a voto. Sin embargo,
éstas comienzan a formar parte de algunos partidos políticos
y son las destinatarias de
un pujante periodismo que trata temas
serios sobre la condición femenina: La Alborada,
La Palanca, Evolución, Acción Femenina o La Nueva Mujer... De esta manera, la lucha
por los derechos femeninos
se desarrolla en un marco fluctuante de avances y retrocesos, pero va creando un espacio
de discusión y debate. Hacia fines de siglo la mujer halla un lugar
en ciertas profesiones: administración, fábricas, educación, medicina e incluso
se nombran a las primeras directoras de liceos. Ahora bien, si en 1905 se inician
las protestas públicas por la situación de la mujer, en 1913 aparecen los primeros movimientos
y Centros Femeninos organizados, al parecer mucho tuvo que ver en ello el viaje a Chile, durante ese mismo año, de Belén de Sárraga (1873-1951),4 librepensadora, anarquista y feminista (Gumucio 2004),
aun cuando la Liga de Damas Chilenas protestara por dicha
visita. A partir de este momento
se fundan los Clubes Sociales de Señoras
y los Círculos
de Lectoras
(1915) y luego diversas asociaciones y sindicatos, como el Consejo
Federal Femenino
en el ámbito obrero, hasta la constitución del Consejo Nacional de Mujeres
(1919), el cual presentará, posteriormente, un proyecto sobre derechos civiles,
políticos y jurídicos. Hacia 1921 surge en Iquique la Federación
Unión Obrera Femenina
(anarco-
sindicalista) y el Consejo Federal Femenino (socialista), pero también
se crea el Partido
Cívico Femenino
[PCF] (1922) y el Partido Demócrata
Femenino (1924).
Por fin, será
en 1925 cuando se le concede
a la mujer derechos familiares y patrimoniales. Poco después se instituye la Unión Femenina
de Chile (1927),
la Asociación Nacional de Mujeres
Universitarias (1931) y el Comité Nacional Pro Derechos de la Mujer (1933). Todo ello
no hace más que abonar el terreno para que se le conceda
a la mujer el derecho a sufragio
en los comicios
municipales, lo que no ocurrirá
hasta 1934. Un año más tarde se forma
el Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena [MEMCH].
Sin embargo, hasta
1949 no se reconoce a la mujer el derecho a sufragio universal, es decir, la plenitud de derechos políticos. Así, paradójicamente, destaca
María Eugenia Meza, que, en 1945,
"cuando Gabriela Mistral recibió el Premio Nobel de manos del Rey de Suecia... no estaba
habilitada como ciudadana de su país."
Por primera vez en la historia
de Chile las mujeres
participan en una elección presidencial, pero esto no sucederá hasta 1952.
Ahora bien,
el panorama literario en el que debemos insertar a Luisa Anabalón Sanderson,
en una primera etapa de transición entre el siglo XIX y el XX, se puede dividir
en tres momentos, y para ello seguimos de cerca lo esbozado por Naín Nómez (1997).
El primero, abarca los años entre 1886 y 1895, que coinciden
con la estadía de Rubén
Darío en Chile (1886-1889), el Certamen Varela (1887),
en el que fue premiado el poeta
nicaragüense con su "Canto épico a las glorias de Chile en la guerra del Pacífico," la edición
de Azul (1888) y la divulgación de las primeras
revistas con textos modernistas.
Se cierra este momento de emergencia
con la aparición de la poesía de Pedro Antonio González, Ritmos (1895). Un segundo momento, desde 1895 a 1907, coincide con la instalación del modernismo y con diversas propuestas que atañen a lo cultural,
pero también a lo social: una nueva sensibilidad modernista, la modernización creciente de Santiago, el acceso a la universidad de los sectores medios,
la diseminación de las ideas sociales provenientes de Europa y Estados Unidos, junto a muchas publicaciones y traducciones en un efervescente
clima cultural cosmopolita, pero que también mira hacia lo propio. Se agudizan las contradicciones entre un discurso que se vuelve hacia
la realidad natural del mundo rural, mientras paralelamente desarrolla una crítica de la situación social de los márgenes
de la ciudad y de las zonas mineras.
Una época en la que conviven
las corrientes neoclásicas, románticas y afrancesadas de la poesía
más conservadora junto
a la nueva estética del modernismo, el decadentismo y las primeras
expresiones de crítica
social. El tercer momento abarca el período que se desarrolla entre 1907 y 1916 (muerte de Rubén Darío), caracterizado por la fusión de ideas, pues los poetas modernistas conviven junto a los nativistas
y a los representantes de la crítica social. En este punto
conviene recordar que es en este período, "al calor de las transformaciones sociales y el surgimiento de las capas medias," cuando surgen las voces de algunas mujeres poetas
que, "si no constituyen grupo, conformarán por primera vez una tendencia
con estética propia y visiones
compartidas: Teresa Wilms Montt, Winétt de Rokha, Gabriela Mistral,
Olga Acevedo, Miriam Elim,
ente otras" (Nómez 1997).
En este horizonte cultural
de principios de siglo es en el que se inserta nuestra autora,
cuya escritura se da a conocer tempranamente alrededor de la década
del diez. Pero, para entender cabalmente lo que supone su aparición en el medio cultural y literario, debemos recordar que el poder político, social y económico
de la sociedad chilena estaba monopolizado
por una elite
social relativamente pequeña,
pero homogénea y con gran sentido
de clase. Hacia 1900 se percibía en Santiago
una tradición de vida burguesa y urbana, con la presencia
de un tipo humano cuyo estilo de vida procedía
de aquella aristocracia tradicional que se había fundido con comerciantes,
mineros e industriales enriquecidos durante el siglo XIX. Todo ello hace que las costumbres cambien rápidamente y que lo europeo,
en particular lo francés, domine la vida:
[E]l ideal masculino era una mezcla de gentleman inglés y de bon vivant francés. Se admiraba lo intelectual, lo artístico,
el título universitario o la profesión liberal,
pero
se admiraba
todavía más un tren de vida dispendioso. [...] Mantener el "buen tono"
significaba llevar un estilo de vida liviano y frívolo. El apellido
era importante, pero más lo era la fortuna que si no se tenía, se aparentaba. [...] La educación
y la cultura también estuvieron concebidas en función de consagrar un status social, o bien como un adorno de la personalidad (Aylwin 56-57).
En lo relativo a lo femenino
también observamos transformaciones, sobre todo a
partir de la década del veinte, pues "con el predominio de los patrones culturales urbanos
las mujeres se
sacaron la mantilla y se acortaron
los vestidos" (Aylwin 119-120).
Todos estos cambios
que se aprecian en la época, y que repercuten en la consideración
social de las mujeres, se pueden resumir muy bien con las palabras del discurso de Arturo
Alessandri, quien, el 25 de abril de 1920, agradeciendo su designación como candidato
a la presidencia
de la República, enfatiza en la condición
legal de la mujer en Chile:
... el país atraviesa
por uno de los momentos más difíciles de su historia [...] Las mujeres
y los niños reclaman también
la protección eficaz y constante de los poderes públicos que, cual padres afectuosos y vigilantes, deben defender a tan importante porción de sus vitales energías
económicas. Quienes
no quieren prestar atención a estos problemas de la vida moderna,
movidos por nobles y generosos impulsos del corazón, deben afrontarlos siquiera
por las razones, algo más egoístas,
pero igualmente evidentes, de conveniencia económica
y conservación social [...] La condición legal de la mujer en Chile
permanece aún aprisionada en moldes estrechos que la humillan,
la deprimen
y que no cuadran
con las aspiraciones y exigencias de la civilización moderna. Carece ella
de toda iniciativa, de toda libertad y vegeta reducida al capricho
de la voluntad soberana del
marido en forma injusta e inconveniente
(Aylwin 272).
Esta dependencia femenina de la que habla Arturo Alessandri Palma, luego elegido
presidente (1920-1924 -primer mandato-), es lo que encontramos también
en muchas
de las obras de las autoras de este momento
y, particularmente, en el primer título de
Luisa
Anabalón Sanderson, Lo que me dijo
el silencio (1915), pues hay un constante sometimiento al deseo del otro, al varón, lo que las lleva a pensarse
como proyección
del amado. En este sentido, conviene citar lo que al respecto apunta Adriana Valdés:
La imagen
que de sí tiene la mujer [...] es la de su lugar en el deseo
del otro, el reflejo de sí
mismo que ve en el ojo de quien
la desea. Adivinar las formas del deseo del otro para hacerse
a su imagen y semejanza: hacer la imagen de una misma a partir del deseo y de la palabra del otro. Ecce ancilla domini: he aquí la esclava del señor, hágase
en mí según tu palabra.
La escritura de las mujeres pasa también
por esta ancilaridad, esta subordinación
y esclavitud; pasa también
por este disfraz
que sería una identidad asumida
en respuesta al deseo de otro,
a imagen y semejanza del deseo y de la palabra de otro (1996, 191).
Recordemos que, como señalamos anteriormente, la situación femenina va cambiando
a medida que avanza el siglo. Si en principio existía
un vacío de publicaciones
de escritoras, esto estaba determinado por la exclusión de la mujer del espacio público,
entendiendo por tal el ámbito cultural y literario. A medida que la mujer va ganando terreno, más allá del "imperio de los salones literarios o el dominio
de la moda y la cocina"
(Nómez 1996, 41), se empiezan
a oír a las poetas.
En este sentido, resuena más alto la voz
de Lucila
Godoy Alcayaga (Gabriela Mistral) con sus "Sonetos de la Muerte," ganadora,
en 1914, de los juegos Florales de Santiago. Pero, además de Mistral,
nacida en 1889, se
escuchan otras: Teresa Wilms Montt (1893), Luisa Anabalón
Sanderson (1894),
Miriam Elim (1895), Olga Acevedo (1895), María Antonieta
Le Quesne (1895), María Monvel (1897), María Tagle (1899)...
Aun cuando podemos
hablar de una "explosión" de autoría femenina,
lo que no resulta gratuito
a la luz de los logros alcanzados, entre ellos
el acceso a la educación, sin embargo la crítica
literaria de la época, por lo general,
no valoró estas escrituras y cuando lo hicieron se "escudaron" en la biología o en la psicología para hablar
no de la obra literaria sino de la "mano" que mece la pluma.
Tal y como sugiere Naín Nómez, fue muy
difícil para los críticos de la época "aceptar la posibilidad de una escritura
de mujeres diferenciada de los cánones
de sacralización masculina" (Nómez 1996, 42). Sobre todo,
si tenemos
en cuenta que ese aparato
crítico tiene como epígonos a Pedro Nolasco Préndez,
Omer Emeth, Hernán Díaz Arrieta, Raúl Silva Castro quienes,
con ligeras variantes,
"mantienen el poder de la crítica
desde bastiones conservadores y misóginos" (Nómez
1998). Rosa Montero, aunque aludiendo
a un panorama más universal, llega a la misma
conclusión, sólo que ella, recordando a la escritora italiana Dacia Maraini,
destaca que
las mujeres cuando mueren lo hacen para siempre, sometidas
al doble fin de la carne y del olvido. Los historiadores y los enciclopedistas, los académicos, los guardianes de la cultura
oficial y de la memoria
pública han sido siempre hombres, y los actos y obras de
las mujeres ha pasado raramente
a los anales" (1996, 19). Más adelante concluye: "Las aguas del olvido están llenas de náufragas" (1996, 233).
Por tanto, una vez que la cultura comienza
a ser masiva y la mujer accede a ella, siendo
además la destinataria de periódicos y revistas,
parece normal que se acreciente
el número
de escritoras. Lo que en verdad no resulta lógico es que éstas hayan pasado desapercibidas.
Así, pues, cabe pensar que la mujer
que desea ocupar
el espacio público
de la escritura, y
es consciente de los impedimentos con los que se va a encontrar, opte, en la mayoría de
los casos,
por llevar una máscara,
la de hacer uso de uno o varios
nombres que le confiera una nueva apariencia, de este modo se finge distinta, se (re)bautiza otra.
A propósito, Eva Orúe, en un artículo titulado "Ellos no son lo que parecen. Escritoras
con pseudónimo de hombre," resalta que el uso del nom de guerre es algo habitual y que
las razones para adoptarlos son variopintas, aunque con frecuencia tienen
que ver con las censuras. Y pocas tan poderosas como la basada en el prejuicio según
el cual una mujer
no puede ser escritora, por lo que la negación
del yo femenino ha sido una constante en
la literatura. De este modo cita a George Eliot, George Sand, Fernán Caballero, Víctor Catalá, Felipe Centeno,
César Duayen, Ralph Iron, Isak Dinesen, Miles Franklin, Willy
Colette... (2007, 50-52). Por tanto, adoptar
diferentes personalidades o una identidad
viril, como en los casos
anteriores, para protegerse
de la dureza misógina del entorno ha sido más común de lo que en principio pudiera
pensarse.
Y, por lo tanto, engaño. Todas
las que era
No sé los nombres.
¿A quién le dirás que no sabes?
Te deseas otra.
La otra que eres se desea otra.
Alejandra Pizarnik,
Extracción de la piedra de
locura (1964)
Bernardo Ezequiel Koremblit, al dedicar un ensayo a la poeta argentina Alejandra
Pizarnik (1936-1972), lo tituló Todas las que ella era. De nuevo estamos ante un juego
de enmascaramientos, de identidades poéticas, a partir del cual Flora Alejandra Pizarnik
se oculta y se devela a través de la poesía y el silencio o, tal vez, de los silencios de la
poesía. Hemos tomado prestado este título porque la autora objeto de nuestro estudio también se "desea otra" y para ello se aboca al deslizamiento de nuevas nominaciones
que sustituyan al nombre propio, como señalaba
más arriba Sonia Mattalia (182). Los
bautismos a los que asistimos son variados.
Desde Luisa Anabalón
Sanderson, Juana Inés
de la Cruz, Ivette, Winétt de Rokha, Federico Larrañaga, Marcel Duval Montenegro, hasta la Luisita del espacio familiar y,
particularmente, sentimental.
Las obras literarias que le debemos
a esta/as autora/s
son las siguientes: Lo que me
dijo el silencio
(1915), Horas de sol (1915), Formas del sueño (1927), Cantoral (1936),
Oniromancia (1943), El valle pierde su atmósfera (1949), Suma y destino (1951)
y Antología (1953).5 Sin
embargo, no son todas. En Suma y destino se nos informa
que, con la intención de publicar las Obras completas,
se editará en 1952 el segundo volumen, Mundo
de figuras, que abarcará distintos
géneros, teatro, novela, ensayo, cuentos y artículos polémicos, aunque este proyecto no se llevará nunca a cabo. Algunos
autores, como Víctor
Lohenthal, hace referencia a otros títulos
y cita los dramas Los
Randolph, Estrofa de Oro,
El terror de existir; las novelas Canción
azul, Hacia el abismo y también
el relato de viaje, Callejón de Luciérnagas (Winétt 1951, XXXV).6 De igual modo, Mireya Lafuente
aporta nuevos detalles, al señalar que El terror de existir se estrenó en Mexico y Celeste María
en Colombia. Por otro lado, comenta
que Callejón de luciérnagas es una novela y que la
muerte sorprende a la autora cuando estaba terminándola (Winétt
1951, III).
Pero cabe preguntarse
antes de seguir avanzando:
¿quién es Luisa Anabalón Sanderson? A propósito estimamos
conveniente acudir a Pablo de Rokha, en este caso a su
autobiografía, El amigo piedra, pues en ella nos da información de primera mano respecto
a las incursiones de nuestra autora en la literatura. Por él sabemos que desde muy niña
-"niñita"-, firmando con su nombre original,
escribe versos,
actividad ésta que en parte
le viene de su abuelo,
Domingo Sanderson, con el que Pablo de Rokha, en una suerte
de proyección,
se siente identificado:
La nieta de
don Domingo Sanderson,
descendiente de escoceses
de genealogía de señores, gran intelectual desterrado de Copiapó, fracasado, traductor
de los clásicos
y políglota en siete idiomas,
masón de dolor y hereje, se unce conmigo
a la coyunda
de fuego de los venidos
a menos en esta tierra reacia y vieja, arada de esqueletos del medio-pelo desventurado. Va a continuar, entonces,
con nosotros aquella tragedia
tremenda que protagonizaron los antepasados en el subsuelo de las provincias y cuando
Juana Inés, niñita,
escribe "La vieja casita," firma la autora:
Luisa Anabalón Sanderson,
enfáticamente, se refiere
a los extramuros de las ciudades y dice
que Juana y Lucía sus personajes "tenían
que trabajar, como perros," la niñita de cinco años reproducía todo
lo caduco y funeral de nuestra sub-clase (Pablo 1990, 122-123).
No obstante estos datos se contradicen en parte con los que nos ofrece en Suma y destino, pues en esta obra compilatoria vuelve a aludir a los inicios
literarios, pero ahora
refiere que aquel
poema, "La vieja
casita," lo escribió
a "los siete años no vividos" y, además, añade que lo ilustró con figuras incomparables" (Winétt 1951, XCVIII).
En la "Cronografía" que, a modo de "testimonios fotográficos," incluye igualmente
este autor en la obra póstuma que hace de su compañera
-Suma y destino- destaca que
de su abuelo recibió el amor por la cultura griega,
no en vano Domingo Sanderson fue filólogo, políglota, bibliómano, gramático y traductor
de Safo de Lesbos y de Ovidio (IV).
Más adelante, retomando otra vez esta figura reconoce que nuestra escritora
"hablaba
el inglés maduro y profundo
de sus antepasados de Escocia,
el inglés de don Domingo
Sanderson, el políglota, su abuelo, el abuelo ilustre, el abuelo que le dedicó las obras
de Byrond así: A MI NIETA DE SIETE
AÑOS; SU ABUELO Y ADMIRADOR" (XCVII). Winétt,
por su parte, le brindará un poema, "Domingo Sanderson," aparecido
originalmente en Oniromancia
(1951, 102-104).
Pero si se trata de los inicios en el arte no podemos dejar de mencionar
que la lectura fue para Luisa Anabalón Sanderson
una de sus ocupaciones preferidas. Según Pablo de Rokha se satura de libros y libros y su preocupación infantil
son la literatura y los poetas
de todos los tiempos. Tempranamente publica
en la Revista Numen y en Zig-Zag,
versos ingenuos y emocionantes dedicados
a Francisco de Asís, otros, al parecer, de estilo par- nasiano y simbolista, pero siempre firmados
con el nombre Luisa Anabalón
Sanderson. Devoradora de novelas y recitadora
de poemas -declama, en 1903, las Rimas de Bécquer-,
Balzac, Walter Scott,
Nerval, llenan
su ensueño. Y llega
a recordar parlamentos íntegros
de Los miserables
de Víctor Hugo (Winétt 1951, VIII-X).
Pero como señorita de su tiempo que era, y puesto que "dominaba las artesanías
de
la cuotidianidad," al decir de Pablo de Rokha (Winétt 1951, XCVIII), no sólo escribe sino que también canta y toca el piano. Algo, por otro lado, frecuente en las
"niñas" de buenas familias. En este sentido, Adolfo Pardo, recuerda que "en la práctica la educación continuó, por una cuestión de hábitos y costumbres, reservada a los varones." Sin embargo, al referirse
a las mujeres de clases acomodadas, destaca que éstas
podían tomar lecciones de música, leer a los poetas grecolatinos y alguna novela francesa de carácter
romántico y educativo. Su formación
se completaba con "labores de mano y buenos modales de una dama," como preparación para el matrimonio. También, y como parte
de la formación religiosa, debían
conocer el catecismo y las Vidas ejemplares de los santos" (Pardo 1995).
Al respecto
conviene evocar la educación
recibida por Luisa Anabalón Sanderson,
así como su "presentación" en sociedad,
a través de los ojos, siempre idealizadores, de
Pablo de Rokha:
De adolescente cantaba con voz de soprano las hermosas arias
de antaño. Era como la alondra de la aurora finisecular del romanticismo, el año 15, a los veinte años, en su dulce
y triste silueta,
y devino hija del pueblo,
por la honradez temperamental rotunda. Fue
la biznieta de los pioneros de la minería
venida a menos en la vecindad metropolitana
y su canción los cantó sin proponérselo.
Llenaron su coche de flores cuando "Juana Inés de la Cruz" saludó a D'Halmar en el
Salón de Honor del Ateneo, y cantaron los poetas su belleza
(Winétt
1951, XCV).
Poco después
Augusto D'Halmar (1882-1950) se hará de nuevo presente,
esta vez como referencia literaria, pues una cita de este autor servirá para inaugurar el libro Horas
de sol (Prosas breves) (1915): "Inquiere donde haya un corazón,
pues solo una cosa precisa
buscar en esta vida y esa cosa es El
Corazón."
Consideramos conveniente
incluir el perfil más completo
que de esta "niña" hace el
que luego será su compañero hasta la muerte, Pablo de Rokha (1894-1968). En un largo
texto, fechado el 25 de octubre de 1951,
que corresponde
al primer aniversario de boda
sin la amada
-la pareja se casa el 25 de octubre de 1916. Winétt muere el 7 de agosto de
1951-, se alude
a los primeros años,
a su infancia en Antofagasta, a su participación en
las Veladas
de Gala organizadas para celebrar el centenario -1910-,
a su romanticismo
y a sus primeras obras publicadas:
Nacida en 1894, en Santiago de Chile, recogió la depresión económica-crepuscular
del martirio de Balmaceda, a las orillas
del enorme Mar del Sur de Antofagasta, en donde
sucede la infancia maravillosa de esta criatura
nueva, en quien la imaginación aporta el aborigen prehistórico al insular y a la heredad de la España de su antepasado conquistador y "LETRADO." Por eso adentro de la pequeña colegiala
morena ruge el castillo
feudal, y el barco pirata y los estruendosos y descomunales prisioneros, acarician
a la doncella en la novela
de humo. El ilustre, irremediable rol arcaico resuena su querella
en las Caballerías polvosas, el juglar trovador y el clérigo de la retórica dan prestancia
al lenguaje
infantil del subconsciente, completamente inocente y profundo
de tradición, y la niñita de asombro produce estupor en la familia,
mientras de la mañana al atardecer, sueña frente a frente al gran Océano empapada de romanticismo. Deslumbra
y se deslumbra en las Veladas de Gala del Municipal del
"CENTENARIO," en aquel Santiago de ese entonces
lejano, con la mansión señorial
de las "Cúpulas de Oro" del
"cateador" afortunado,
ya derrumbándose de herrumbre en su antiguo esplendor de sol
de invierno del dinero. Brillaron sus "TOILETTES" de miel y violetas, en los saraos de
boato de los vecinos acaudalados de la
Plaza del Brasil o de la Quinta
o de la Plaza de Yungay, barrios
de lujo del 910, en los que la juventud danzaba
los dulces melancólicos valses y ella recibió
el homenaje adolescente, como lo concentró cuando publicó "LO
QUE ME DIJO EL SILENCIO" y "HORAS DE SOL," al rebotar todos los elogios
en su corazón de Octubre"
(Winétt
1951, C-CI).
Dos obras éstas que firma con el nombre Juana Inés de la Cruz. Un primer libro
de poemas, Lo que me dijo el silencio, y otro de prosa poética,
que titula Horas de sol (prosas breves).
La opción de esta identidad
no parece gratuita, pues, sin lugar a dudas, nos
evoca a la escritora mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, a pesar de que Julio Molina
Núñez, uno de los editores de Selva Lírica. Estudios sobre los poetas chilenos (1917), al incluir
los versos de esta autora destaca
que el suyo es "un pseudónimo que nada tiene que
ver con el nombre de la sermoneadora sor y poetisa
mejicana" (Molina 437), aunque
bien es verdad que no aclara el porqué lo dice. Con todo, creemos que se trata de una
estrategia para escapar
de la sujeción familiar y de los prejuicios
sociales, pues al asumir
esta máscara logra disfrazar la intensidad de sus sentimientos. La búsqueda de una nueva
identidad a través del bautismo
que le proporciona este nombre de la tradición
literaria debe leerse también
como una lucha por la libertad, la libertad de escribir y de publicar,
la misma que persiguió la monja mexicana.
No olvidemos que, como apuntamos más arriba, la época imponía una serie de restricciones a las mujeres y bien asumían el enmascaramiento o bien optaban por el silencio,
pero un silencio que, como anota Adriana Valdés, aún cuando se refiera a otra escritora chilena
María Luisa Bombal (1910-1980),
es también
una estrategia, "la más inteligente [...] que puede adoptar el esclavo, que
cultiva cuidadosamente su tono de asentimiento para preservar el único espacio que le
queda, el imaginario, cuando los otros se han apropiado
de todo el espacio real" (1996,
194). Esto debió pensar Juana Inés de la Cruz cuando titula su obra de esta manera:
Lo que me dijo el silencio.
Denominación esta, por otra parte, cargada de fuerte significación,
pues
otra
escritora chilena del mismo período, Teresa Wilms Montt (1893-1919), publicará en Buenos Aires su libro Cuentos para los hombres que son todavía niños (1919) y lo firma mediante un caligrama: Teresa de la †. Esta elección de dos identidades tan significativas nos
conecta de nuevo con lo apuntado
por la escritora Rosa Montero, quien refiere que
un travestismo
más común y admitido socialmente al que recurrieron durante muchos siglos las mujeres fue el religioso,
esto era, vestir el hábito. El convento fue a menudo
una obligación social, un encierro y un castigo,
pero para muchas mujeres fue también
aquel lugar en el que se podía ser independiente de la tutela varonil, leer, escribir, asumir responsabilidades, tener poder, y desarrollar, en fin, una carrera. Ha habido monjas
maravillosas por su nivel intelectual o su capacidad
artística, como santa Teresa o sor Juana
Inés de la Cruz (1996, 23).
El enmascaramiento fue un "arte" practicado
por muchas, a tenor de lo que nos
depara el recorrido chileno
que nos lleva desde 1900 a 1940 y en el que ellas se desearon otras y asumieron nuevas identidades. Valga como ejemplo algunos
nombres: Lucila
Godoy Alcayaga
(Gabriela Mistral), Mariana Cox Méndez de Stuven (Shade), Elvira
Santa Cruz Ossa (Roxane), Inés Echeverría de Larraín
(Iris), Delia Rojas (Dellie Rouge),
Esmeralda Zenteno (Vera Zuroff ), Tilda Brito Letelier (María Monvel), Zulema Reyes (Chela Reyes), Tegualda
Pino (Gladys Theim),
Ester Huneeus de Claro (Marcela Paz), Ritas Salas Subercaseaux (Violeta
Quevedo), Carmen Margarita Carrasco Barrios (Carmen de Alonso), Enriqueta Petitpas Cotton (Henriette
Morvan)... (Lamperein 1994,
55-104).
Ahora bien, antes comentábamos las dificultades con las que se encontraban las mujeres a principios del siglo XX, máxime cuando
querían que sus escrituras formaran
parte del espacio
público. Manuel Magallanes Moure parece reflexionar a este respecto y en el "Prólogo" que hace a Horas de sol deja muy claro, desde el principio, los inconvenientes sociales que existían para el género femenino
y el disfraz que se le imponía:
el de ángel del hogar. Por ello, cuando alude a la vocación artística de Juana Inés de la Cruz señala que, más allá del "falso pudor, del convencionalismo social,"
ha podido ver el "alma de
esta niña excepcional que nos habla del amor con más confianza y más pureza que las que seguramente pondrían otras de su edad en describir
las faldas superpuestas de un traje de moda" (II). Pero, además, añade:
En tanto que nuestra juventud femenina,
tiranizada por el atavismo y la educación, languidece bajo el frío y pesado ropaje de los ángeles, que según costumbre antañona
va pasando
de madres a hijas; en tanto que las doncellas de nuestro país, apretadas
hasta el ahogo por el ceñidor de una moral
extrahumana y antinatural, se ven forzadas
a disimular y a callar
lo que sienten, sin dejar
de sentirlo, y sintiéndolo acaso
con más acritud por cuanto están obligadas a guardarlo bien adentro de sí mismas;
en tanto que nuestras
jóvenes representan
ante el mirar
imperturbable de la vida la comedia
de
las virtudes aparentes, es decir, la comedia del cielo, una niña escapada
de escenario a media
luz, libre del disfraz
angélico, que puede ser muy bonito y muy cándido,
pero que al fin y al cabo es un disfraz, una niña toda ella, alza ante Dios sus brazos frágiles
y en un grito de sinceridad le dice: "Voy hacia ti" (II-III).
Más adelante destaca
que muchos se llamarán a escándalo por este libro, pues es
consciente de que "las buenas conciencias" no entenderán
el verdadero alcance de esta
escritura, aunque lo que no comprenden, y desde luego no aceptan, es la existencia
de una literatura femenina:
Habituados a como estamos a que nuestras
damas escritoras -salvas sean muy escasas
excepciones- pongan su sensibilidad y su inteligencia al servicio de la iglesia, de la
cocina o de la moda, con abstracción
de otros asuntos que pueden ser para ellas, y para todos, mucho más interesantes, y que lo son, a no dudarlo; acostumbrados a que la literatura femenina, la verdadera, la humana, la que es vida, sea huerto cerrado para las autoras solteras, y recinto sospechoso
para las casadas jóvenes, y aún terreno
algo compromitente para las matronas de larga experiencia y de prole numerosa (Magallanes,
V).
No es extraño entonces que muchos de los que aclamaron Lo que me dijo el silencio presenten sin embargo tales prejuicios.
Tal es lo que se desprende de una anécdota
relatada por Magallanes Moure, quien cuenta que un amigo, mal poeta, pero "admirador fervoroso de lo bueno que otros escriben,"
le señaló que aunque admiraba a Juana Inés de la Cruz no la conocía ni quería hacerlo, "porque una mujer literata....
¡Debe de ser una calamidad!" (VII). A lo que Magallanes le responde que Juana Inés
no es una literata:
"es una artista" (VII). Y para justificar su afirmación y demostrar que la escritora se halla lejos de ser una bas-bleu, una marisabidilla, pasa a ofrecer
datos
sobre ella, aunque lo que en verdad hace es describirla
físicamente, obviando
completamente su poesía:
Una mujercita frágil, espigada,
con graciosos arrebatos infantiles
y ondulaciones algo lentas. Ojos negros, hondos. Ojos orientales. Ojos ante los que usted,
poeta amigo, se echaría instintivamente hacia atrás, para no vacilar, para no caer, para no precipitarse
en el abismo de ese mirar oscuro, que atrae, que atrae... Boca fresca, reidora.
Manos pequeñas. Pies como mirados con un anteojo
invertido. Una monería
de pies. En seguida, un espíritu de esos que llamamos vivo
[...] un espíritu místico (VIII-IX).
En la misma línea se expresa Claudio de Alas (Cruz 1915b, 149), quien, al hacer mención de la autoría femenina relata lo siguiente, y lo reproducimos
porque en sus comentarios se deja
oír el eco de la época:
Siempre tuve un amable desdén por todas las mujeres que escriben (Perdón, señoras!)...
El cansancio de lo banal, me ha hecho suponer que ninguna de vosotras
tenía
alma...
Bellas muñecas semi-pensantes y,
nada más!
Pero de cuando en cuando, nuestra
mentalidad y nuestro corazón,
se sienten sorprendidos por extrañas voces. Por
eso digo ahora que hay mujeres que tienen
alma.
Un
libro escrito por una mujer, siempre me ha producido
la rara impresión de un
abanico pintado por un titán.
Pese a las aprensiones
que suscita la escritura femenina
y, en concreto, la obra de
Juana Inés de la Cruz, lo que no se puede negar es que su primer libro alcanzó algún éxito, pues de otra forma no se explica
que el editor, H. Fernández, haya incluido algunos juicios críticos en Horas de sol,
unos pocos "de los muchos que ha merecido" (141).
Para
algunos -Omer Emeth-, Lo que me dijo el silencio "es el [libro] más sinceramente poético publicado en estos últimos
tiempos" (Cruz 1915b, 142).
Lo que me dijo el silencio es una obra cuya estética responde a los presupuestos románticos, aun cuando en este período el modernismo ya se había difundido gracias, entre otras,
a la producción poética
de Rubén Darío, quien además residió en Chile durante
1886-1889. Pero, recordemos,
como ya lo hacía Naín Nómez (1997)
más arriba, que en
Chile, desde un punto de vista cultural y literario,
se vivía un momento de diversidad discursiva y temática como nunca se había desarrollado hasta ese momento, pues a la misma
vez que se cultiva una poesía
social y popular, se reacciona
contra el modernismo
y Vicente Huidobro da a conocer su creacionismo... Mientras tanto, Juana Inés de la
Cruz, al parecer siguiendo de cerca lo planteado
por Rubén Darío en "La canción de
los pinos" -El canto errante (1907)-, "¿Quién
que Es, no es romántico?" (2000, 67),
se aparta de los postulados modernistas.
Hasta esa fecha,
1915, hallamos a Juana Inés de la Cruz asumiendo dicha identidad poética en las dos únicas obras que firmó con tal nombre, pero la máscara
cambiará precisamente ese año, ya que será en esta fecha
cuando se ponga
en contacto, vía epistolar, con Carlos Ignacio Díaz Loyola -otro enmascarado-, luego conocido como Pablo de
Rokha. Juana Inés le hace llegar un ejemplar
de su primer título acompañado de una foto. El poeta confiesa
en sus memorias El amigo piedra, en un capítulo
que denomina "Los años trágicos," "años de cantos y de llantos," que al recibir dicho
correo en su casa
de Talca tomó enseguida una determinación:
En este instante
del Gólgota suena
la puerta, porque golpean con violencia de trinchera
su maderamen de barco sin agua,
en la oquedad de los hogares desocupados y el cartero me da un envío: Lo
que me dijo el silencio. Yo leo, hojeo interesándome. De repente, me hago
el dueño de mi alma y mirando
el retrato, le digo a Mejías -Me voy a Santiago
a casarme con ella (1990, 111).
Al poco tiempo recibe
de nuevo noticias de la escritora:
Juana Inés de la Cruz me envía otro libro, Horas de sol,
y a su balbuceo de inocente
confidencia, el salvaje que soy le responde con el amor del bruto golpeándola con el lenguaje,
porque así es la ternura del hombre, entonces y en todas las épocas.
En Licantén recibo y respondo con vocabulario que ella entiende, como entienden las mujeres, que
tras la violencia está la derrota del
enamorado (1990, 112).
Si esto ocurre en 1915, más adelante, ya en 1916, después de viajar a Santiago
de Chile para conocerla, hará de ella una descripción más completa, y que incluye en un
capítulo que titula "Una gran paloma de
oro vuela sobre plata:"
Juana Inés de la Cruz es menuda y pálida, como su pseudónimo, esbelta, el pelo de
sombra, el talle vibrante, emocionante y floral, los ojos oscuros, latinamente morena. Ríe y habla sonriendo con una gran dulzura juvenil, porque es clara y franca como agua, de misterio de pequeño océano y transparentemente lúcida como plúmula
o viñedo. La personalidad
le estalla en mil ardiendo y
gimiendo amorosamente y la
luz la traspasa, la perfora, la anega multiplicándola, con la sensación
de hacerle cien retratos en la fotografía del universo. Fina y linda como flor de sol, parece que se va
a volatilizar al tocarla. Es la criatura lejana, evaporada que posee como un minimun
la vida física y es, irreparablemente, espíritu, es decir, la sensibilidad cardiaca en piel
doliente y contradictoria. Pero hay además en ella la belleza de condición frutal de las
adolescentes. Escribe en lenguaje interior
un poema delicadísimo, mínimo y lírico, poesía de golondrina que define su
distinción de zafiro, que es el color
del amor y del romanticismo, del dolor heráldico, del terror dramático en el infinito
femenino de quien nació
para ser amada,
como un personaje de novela en la novela de las existencias
heroicas. Tiene mirada grande y
pies pequeños como besos.
Su actitud es la cristalinidad de los predestinados ingenuos con talento modesto, soberbio, tremendo de mártires y sus poemas dan la sensación de estar escritos
con agua
de rosas de
sombra, en papeles amarillos.
Atónitos, nos paralogizamos de sentirnos viejos amigos en el ancho afán del mundo
y ella comprende todo lo que nos decimos sin hablarnos.
Pero yo estoy ciego por la
primera vez frente a frente a mujer alguna, por un resplandor furioso,
deslumbrado y aterrado como Job ante Dios o como Esquilo
y cuando, recuperándome hablo, lo hago soñando, porque comprendo que enfrento mi destino
y me brama el alma de tocarlo con mano cansada de hombre, porque puedo romperme los dedos. Ella ríe, seria,
y su dominio se esplende
en melodía, en ingravidez fluida, en armonía irreparable. Sospecho que entiendo mi cuerpo y el corazón emprende la carrera desorbitada de su imagen. Con Juana Inés a la espalda como un fantasma cargado con la fotografía de su ideal interno. Desde el minuto éste
en el cual el tiempo se detiene, como el sol de Josué en los siglos, jamás nos separaremos.
Su literatura, tan romántica, como su voz cargada
de pisadas de sueño, es la novela psicológica de la niña mimada que anhela un rompimiento general con el ambiente
y lo expresa en actitud
de gran herida melancólica. Versos
de fuego, por ardido tibio,
bendito y crepuscular, dan la tónica de su pulso. Es como un piano doliente su vida
o una gran música que se empequeñece a fin de hacerse inteligible.
Hay,
además, una triste lluvia en su mirada.
Y la amarga encrucijada de la adolescencia le afinó el corazón
con los hechos abstractos que, como se soñaron, son pasados
como frutos densos. Yo escucho, estupefacto, su personalidad de música. "Hasta la libertad de sufrir -dice- me amarra al cariño de mis padres"
(1990, 115-116).
Quizá por esto último Lo que me dijo el silencio está
dedicado a sus progenitores:
Indalecio Anabalón Urzúa y Luisa Sanderson Mardones, quien
decía poseer el título de condesa de Valle Umbroso
(Nómez 2000, 122).
Juana Inés de la Cruz será, entonces, la identidad que corresponda
a su primera etapa de creación, a sus primeros versos, que culminará cuando conoce a ese "animal
feroz," como se autodenomina Pablo de Rokha (1994, 82). No obstante, ese nombre
no la abandonará nunca, pues en una suerte de proyección
una de sus hijas nacida en la década del veinte se llamará precisamente
así: Juana Inés.
En el mismo período que asume la autoría como Juana Inés de la Cruz hace su
aparición Ivette, subjetividad poética que se deja ver en su obra Horas de sol. En estas sus
Prosas breves hay cinco de ellas en las que aparece: "A media voz" (35-40), "Charla"
(47-55), "La muerte de las rosas" (77-82), "¡Quedaron abiertos...!" (83-87) y "En el
saloncito azul" (103-109). En todas ellas se alude a una niña incomprendida por un hombre
que es a la vez "niño," y que, por ello,
no ha sabido descifrar lo que se esconde tras
el silencio de la amada: "lo que se oculta bajo la sombra enfermiza
de mis ojeras y entre mis labios temblorosos que no pueden jamás decirlo todo" (1915b, 40). Por este
motivo recurre a la naturaleza, para que ésta vuelva hacia
él sus encantos y de esta manera
el amado, al divisar
el río, la flor de azahar, las piedrecillas y las nubes, no tenga más
remedio que recordarla a ella.
En "Charla" Ivette se identifica con la narradora, la que cuenta historias, oye juicios
y entretiene a sus amigos,
pero, sobre todo,
con aquella que aprueba la idea,
tan romántica,
de que se debe sufrir por amor (1915b, 54).
"La muerte de las rosas" revela a una joven de dieciséis años que interpela
al poeta que no se conmueve, ella que ama "la descifración del misterio" (81). Un poeta que al final se lamenta del desamor, de que esta mujer no haya podido llenar su
vida, "porque
él no ha sabido crearla para comprenderlo..."
(82). Como el mito clásico
de Pigmalión,
la mujer ha de ser modelada por el hombre.
"¡Y quedaron abiertos!...," una mujer enamorada de un artista, con locura, con des- esperación, pero éste prefiere mirar a otra mujer, "una mujercita, todo exterior" (87).
Por último, "En el saloncito azul" Ivette, la romántica, como una "figulina
de Tanagra," la irónica,
cuenta sus "confidencias rojas... (aquellas
que el confesor de la parroquia cercana habrá
de oír horrorizado)" (106).
Así sabremos que conoció
a un poeta de luenga melena que la miró doliente desde una butaca de teatro, pero que al final lo dejó ir porque ella era una señorita. Sin embargo,
guarda oculto un retrato de él tras el cuadro de
la Madonna de Rafael. El amado es definido
de la siguiente manera: "Un poeta, es un hombre como todos, habla como todos y acaso sea un poquito más falso que el resto de
la humanidad..." (107). Su apariencia bohemia es lo que la ha enamorado: "esas melenas, esos chambergos y esas corbatas que ondulan son sugestivas. Un hombre sin esas cosas
no me hace la ilusión de un poeta" (108).
Una cosa queda patente
en estas prosas, Ivette equivale a la representación de la
subjetividad romántica por antonomasia. La joven incomprendida que sufre por amor,
la que sueña con el Ideal, personificado este en la figura de un poeta de "luenga
melena"y "mirada doliente:" la heroína misteriosa y triste cuyas emociones se debaten entre el amor y el dolor del desengaño (Nómez 1996, 489).
Ivette se difuminará con el tiempo hasta que Pablo de Rokha, en el más puro estilo
western -al decir de Naín Nómez (2005)- le ganó su esposa Luisa Anabalón Sanderson
a su suegro, un coronel de ejército, aterrado de un enlace tan siniestro para su genealogía. Se inicia así una relación que acabará en boda, a pesar de la oposición de los
padres: "Nos casamos solos y pobres, la hija única de un jefe de clan militar y yo, un
provinciano estrafalario" (Pablo 1990, 117). Roberto Huneeus y Pedro Prado fueron
los padrinos, el enlace se celebró el 25 de octubre de 1916. La hija, Lukó, al referirse
al matrimonio subraya que los abuelos maternos nunca le perdonaron a Winétt que
se hubiera casado, "les parecía inaudito que una joven tan hermosa, con una situación
económica estable, se enamorara de un escritor huérfano de bienes materiales.
Entonces
les cerraron
las puertas
de su
casa y si alguien preguntaba
por ella
respondía que se había casado con un hacendado
muy rico que tenía fundos en el sur" (Lukó
1990, 246). Años después,
según Pablo de Rokha, Pedro Prado le advierte a Indalecio Anabalón Urzúa, padre de Luisa, que esta pareja es muy extraña: "ella está ciega, él la domina y es celoso" (Pablo 1990, 129). Aunque algo similar, en cierto modo, reconoce también Lukó de Rokha, porque según ella el amor de su padre por Winétt era tan desmesurado "que lo hacía egoísta" (240), "él la acaparaba" (241). De esta unión nacerán nueve hijos, de los cuales sobrevivirán siete: Carlos, Lukó, Juana Inés, José, Carmencita -muerta a los pocos meses de haber nacido-, Tomás -que fallece a los dos años de escarlatina y a quien Winétt dedicó el poema "Canción de Tomás," Cantoral (Winétt 1951, 55)-, Pablo, Laura y Flor.
A partir de 1916 usará el pseudónimo de Winétt y comenzará
una nueva etapa no sólo
en lo personal sino también
en lo literario. Durante el que será el primer
invierno de casados,
ya instalados en Barrancas,
donde Pablo de Rokha ejerce de preceptor de Escuela
y Juana Inés enseña a leer a los pequeños,
nuestra autora aprovecha para tocar a Chopin,
en el piano que vino de Talca, pero también
para leer y escribir
intensamente. Otros serán ahora los modelos literarios, a tenor
de lo que se nos narra de este período:
Estamos arrinconados, gozando
un bienestar dulce y triste,
al que la lluvia da una tónica
como de lujo amargo en la pobreza; yo escribo y ella escribe;
es Cervantes el compañero absolutamente predilecto, leemos y leyendo leemos y nos vamos echando al corazón
toda la literatura y toda la filosofía
de todos los signos y de todos los pueblos.
Pasaron los años Verlaine-Baudelaire-Corbiere [...] Whitman [...] la Biblia y los profetas
hebreos o el Apocalipsis, la poesía popular, el Dante,
Job, Cervantes, los libros-madres de todos
los pueblos: el Chu-King, el Romancero Castellano
y el Mio Cid, el Corán, el
Ramayana, el Mahabarata, Homero, Esquilo, Sófocles,
Eurípides [...] el Libro de los
Muertos de los Egipcios, Laotsé,
Litaipó, Los Vedas, Rabelais
[...] Los Nibelungos, la epopeya, lo épico, la epopeya heroica [...] Nietzsche
[...] Guerra Junqueiro, Verhaeren
[...] Lautréamont [...] Rimbaud (Pablo 1990, 125).
Respecto al nombre Winétt,
su esposo señala que fue a partir de de
la antología de
Julio Molina Núñez y Juan Agustín
Araya (O. Segura Castro), Selva lírica. Estudios sobre
los poetas chilenos
(1917), cuando aparece por primera
vez su pseudónimo
Pablo de Rokha,
no así el de nuestra autora,
que en esta obra figura
recogida como Juana Inés de la Cruz.
Por
tanto, será después
cuando Winétt de Rokha se presente
como una nueva identidad poética. No podemos dejar
de mencionar que en el breve
comentario que Julio Molina
Núñez hace de Pablo de Rokha y de su "transfiguración estética" destaca
el papel que en
todo ello jugó su "humana Musa:"
De la neblinosa
Montaña bajó al Llano en que los mortales soñamos
y vivimos. Llegó convertido en Pablo de Rokha, personaje dual y simbólico que sufre la pasión de ir hecho un hombre por los caminos.
Ante él la materialidad grosera de lo vulgar, común y cuotidiano, desaparece para no
contemplar sino los aspectos superhumanos y selectos de las cosas y acontecimientos de
la vida terrena. Pablo ama con amor pleno,
integral, a una humana Musa, a un adorable ser de poesía, cuyos grandes
ojos hipnóticos le han sugestionado como a un mortal cualquiera. Ha construido un proemio, raro, espasmódico, incoherente, quizá, para
el último libro poético,
aún inédito, de los compuestos por su bien Amada. Y en esos prolegómenos, de factura inaudita
y de una audacia verbal sin restricciones, se alternan bizarras metafísicas y estéticas que flotan en una onda de intenso
amor emocional a la
vez
que ideológico, sensual y positivo a
la vez que platónico y romancesco.
Es de esperar
que el espíritu bullente y errátil de Pablo habrá de serenarse al través de
la llama del amor y la caricia del epitalamio. Mas, Pablo, ¿qué será de ti? ¿Florecerás
poemas? ¿O serás, como alguna vez tu dijiste, solo carne, carne, carne?... (Molina
Núñez 1917, 219).
Este juego
de máscaras con las que se cubre nuestra
autora hasta este momento será motivo de reflexión para Pablo de Rokha, quien
en su obra Los Gemidos (1922), al recrear
a la amada -"la niña"-,
enunciará:
Te llamas Luisa, Inés, Julia, María, te llamas María, -"como en las novelas!.."-, y estás de novia, estás de novia, estás de novia siempre, siempre
estás de novia.
Oh, hembra enorme,
mujercita romántica, poética,
mujercita encantadora, mujercita:
que importa, que importa que GOCES leyendo a Rovetta cuando tu actitud, tu actitud,
tu actitud sola, sola es tan definitiva como el MUNDO?..!.. (Pablo 1994, 181).
Pero, a pesar de todas las denominaciones, los diferentes nombres, en el día a día
de esos años, en el deambular cotidiano
de ambos poetas,
la realidad será siempre otra: "aquí sobre este coche anciano y destartalado,
aquí, soy Carlos
Díaz Loyola, y ella es Luisa Anabalón Sanderson de Díaz, dos rotito acaballerados, intrusos, peligrosos, violentos, atrevidos.... (Pablo 1990, 128).
Julio Salcedo C., vicepresidente de la Alianza de Intelectuales de Chile, respecto a
las construcciones de las subjetividades de esta autora,
considera que las tres identidades
asumidas no hacen más que corresponder
a tres etapas bien definidas, no sólo en lo
biológico sino también en lo literario: infancia, adolescencia y madurez
Luisa Anabalón Sanderson, se llamaba en el mundo profano. Al profesar, en su adolescencia en la religión de la poesía,
tomó el nombre de Juana Inés de la Cruz. Es su
infancia poética y a esta época corresponde Lo que me dijo el silencio y Horas de sol,
poemas saturados de un juvenil romanticismo.
Winétt de Rokha adviene
al mundo de las letras con Formas del sueño, himno que la sitúa
en la vanguardia de la poesía americana. En 1936 publica Cantoral,
que es la primera expresión chilena
de una mujer ante los trágicos problemas del hombre contemporáneo
en su lucha con el medio social. En 194[3] aparece Oniromancia, líricos
poemas en los que rebalsa
un fervor nobilísimo de amor a la vida"
(Winétt
1951, LXX).
Una nueva identidad hará su aparición
unos años más tarde. Esta vez la máscara tiene nombre de varón:
Federico Larrañaga. Un disfraz
masculino para ocultar
al pintor "Larrañaga melancólico." A partir de 1927 Pablo de Rokha insiste en resaltar
esta actividad de su compañera:
"Winétt está pintando Larrañagas y Larrañagas y Larrañagas,
está pintando, está pintando, y yo vendiendo
de pueblo en pueblo, furiosamente" (1990,
147). Una actividad a la que ambos dedicarán
mucha energía, Winétt como artista y
Pablo como vendedor:
Todos los últimos
tiempos de Santiago, desde
la aparición de Suramérica,
están llenos
de cuadros, asombrosamente llenos
de cuadros de un pintor, en azul,
del paisaje fluvial- lacustre-volcánico de Chile: Federico Larrañaga. El comprador
se queda mirando
con
la boca abierta y las hileras
de atardeceres azules,
con amarillo sangriento por dentro y
"violetas delicuescentes," "evanescentes," "palidescentes" en los que Winétt de Rokha trabaja pintándolos contra su ser, contra su pintura, contra su voz y su mano artista,
y yo trabajo
vendiéndolos, aguantando los desmayos y el vocabulario de la clientela, cuando dice por ejemplo. "¡Ay!,
qué hermoso, quién
viviera en aquella
casita tan blanca
y tan roja,
entre los sauces amarillos" (1990, 146).
Su hija Lukó aporta nuevos
datos al respecto, entre otros menciona
cuál fue la verdadera motivación que llevó a su madre a tomar el pincel sin abandonar la pluma,
aunque nunca desvelará cuál era el
nombre que usaba para la ocasión:
En una época en que las cosas económicas no andaban muy bien, papá agregó a la venta de sus obras, cuadros del pintor José Romo Vargas, a quien mi padre daba casa
y comida, a él y su familia integrada por seis personas.
El único compromiso era que pintara y le entregara un cuadro al mes, lo que Romo no cumplió
o cumplió muy mal, arguyendo que un artista no
puede forzarse a pintar cuadros par la venta. Mamá
dijo entonces: -Como yo no soy pintora, podré hacerlo-.
Y comenzó a pintar unos paisajes con mucho colorido,
sin haberlo hecho nunca antes. Por cierto que aquellas producciones pictóricas no tenían ningún valor artístico,
pero la gente se embelesaba
contemplándolas. Pintaba
hasta cinco paisajes
en un solo día, que por cierto firmaba con un seudónimo (1990, 321).
Pero no será ese el único disfraz de hombre, según Naín Nómez también
adoptará circunstancialmente el seudónimo de Marcel Duval Montenegro, y esto lo hará para firmar artículos polémicos (Nómez
1996, 488).
Con todo resulta sumamente
curioso que pese a las diversas identidades asumidas por Luisa Anabalón
Sanderson, sin embargo siga siendo vista como una "ñiña." De esta forma, aparece en los poemas
de Pablo de Rokha,
quien en Los
gemidos (1922) la recrea
como una infante, una colegiala, una amiguita, una hermanita, una muñequita, una nena... Con ella establece
una relación de dependencia, de amo o esclavo -"Soy tuyo, azótame la espalda y encadena con besos sencillos
al animal feroz que elegiste por amo" (1994,
86); "cuéntame tus someras
y errantes añoranzas, haz feliz a tu pobre esclavo
triste" (89), "Asesíname a caricias" (95). De
padre e hija -"Tu silueta infantil y frágil
de impúber colegiala impúber
se perfila en mis ojos paternales" (89); de abuelo y nieta -"Yo soy tu abuelo [...] ven, siéntate sobre mis rodillas
y arrúllame el corazón" (87). Pablo de Rokha, una vez fallecida Winétt, le confesará a su hija cuál era la percepción que siempre tuvo de su esposa:
"Luisita disfrutaba tanto con todas las cosas. Hasta el final de su vida
siempre tuve la impresión de estar casado con una niña.
Su mirada era siempre luminosa
y tenía una risa tan fresca" (Lukó 1990, 309). Quizá por ello, en la intimidad
del hogar,
de puertas adentro del corazón,
la llamará siempre Luisita (Pablo 1990, 132), "Luisita
[...], mi hijita"
(1990, 137).
Pero no pensemos
que esta idealidad de la niñez era así concebida sólo por los ojos
amantísimos de Pablo de Rokha,
Magallanes Moure, en el prólogo a Horas de sol, enfatiza
en el hecho de que Juana
Inés no es más que una "niña artista"
que siente
más que otras, [...] que cuenta lo que otros
callan, y lo cuenta bellamente; una niña que, como todas nuestras niñas, habla con frivolidad,
ríe con frescura, reza con
fervor, cose,
teje, confecciona sus propio sombreros, toca el piano. No hay en
ella pedantería: ni siquiera se acuerda de mentar libros o de citar autores. Nada de extraordinario en esta criatura
excepcional: nada más que el don divino de la emoción
y la facultad de expresar de hermosa manera lo que siente. Nada más que el ser una
artista" (1915b, X).
Una voz que encierra: la
crítica
Resalta Naín Nómez que "Winétt de Rokha ha sido doblemente oscurecida por la
crítica literaria chilena:
por ser esposa de Pablo de Rokha y por escribir una poesía que oscila entre el intimismo casi ingenuo de sus primeros poemas, la protesta social de su segunda etapa y el surrealismo casi críptico de sus últimos textos" (Nómez
2000, 124). Quizá las diversas etapas y estilos poéticos
por los que transitó hayan
dificultado su conocimiento y el de tantas otras escritoras, pero, entonces cabe preguntarse por qué no ocurre
lo mismo con otros poetas de la misma
época, en este caso varones,
como, por ejemplo, con Pablo de Rokha. Si, además, atendemos
al panorama literario
en el que se inserta
Luisa Anabalón Sanderson, la variedad
estética era un hecho. En este sentido, por esos años,
sobre todo a partir de 1916, hallamos
una poesía vanguardista,
rupturista, junto a
otra que continuaba la estética romántica
y modernista. En el segundo grupo descuella
la obra de algunas autoras que más tarde han sido silenciadas o invisibilizadas:
Una vasta producción
poética de mujeres que se integra
a la tradición anterior, pero empieza a regenerar
sus propias formas discursivas a partir de una asunción personal interiorizada. Las más destacadas fueron Gabriela Mistral, Winétt de Rokha, Teresa
Wilms Montt, Olga Acevedo, María Monvel, Chela Reyes, Gladis Thein y Aída Moreno Lagos, pero con excepción de la primera,
sus obras no han dejado de enquistarse dentro de una marginalidad exótica.
El caso de Mistral, merece un comentario aparte,
ya que es modélico
y ejemplar y sobre las transformaciones de su crítica
se ha abundado bastante. En Chile, si bien Mistral escapa al desconocimiento (entre otras razones por la congruencia de la escenificación
simbólica de su figura de educadora en el proyecto de la
modernización latinoamericana), las demás poetas del período desaparecen, se disgregan
en los movimientos hegemónicos o se recuperan
en la ideología difusa de un folclor biográfico que diluye las proposiciones estéticas o ratifica una anormalidad sicológica, más de moda en ese momento
que la discursiva. En los últimos estudios
sobre Mistral
se ha revelado problemas
como la transgresión religiosa y sexual, el enmascaramiento
discursivo, la multiplicación de las identidades a través de las huidas,
las ausencias, los desplazamientos y exilios; la represión de género y la sublimación maternal,
el tema de
la doble escindida, la patria fantasmal y el desvarío poético,
elementos que conforman un universo en ruptura permanente con la imagen de la maestra elevada al rango de animita
momificada o de la madre frustrada y sin hijos,
donde la recluyó la crítica más tradicional (Nómez 2000, 16).
Ahora bien, si Gabriela
Mistral supone una excepción,
Juana Inés de la Cruz, Olga Acevedo y María Monvel, entre otras, han sufrido un claro ocultamiento y sus obras resultan ser unas grandes
desconocidas. Si alguna vez estas escritoras fueron alabadas
por
la crítica, posteriormente han quedado fuera de todo reconocimiento, "si acaso sus producciones ocupan un lugar secundario en la canonización del sistema literario chileno" (Nómez 1998).
Quizá hasta podemos sostener
que esas identidades y construcciones
de
las subjetividades con las que se ha "enmascarado" nuestra autora es lo que la crítica ha escamoteado al subrayar de todas las que era la vertiente poética en la que se "adivina" su
sentido de chilenidad, ese que, como ella, "se vierte, heroica, hacia el amor de su pueblo"
(Urzua 79). En La mujer en la poesía chilena7 (1963) se la presenta, en primer lugar, aludiendo a su seudónimo Juana Inés de la Cruz y, luego se dice que, junto a Olga Acevedo,
Gabriela Mistral y Aída Moreno Lagos, aparece en Selva Lírica (1917). Sin embargo, estos datos no son del todo precisos,
pues en esa última obra,
elaborada por Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya, figuran recopiladas Gabriela Mistral y Olga Azevedo,
en un apartado en el que se encuentran los precursores y representantes de las diversas
tendencias modernistas; Berta Quezada y Juana Inés de la Cruz se reúnen en la segunda
parte, que contiene a "los poetas
clásicos, románticos, tropicales e indefinibles" (XX), y
a manera de "reseña" tan sólo se citan algunas más: Mercedes Marín de Solar, Rosario
Orrego, Victoria Barrios, Griselda Jiménez, María Stuardo, Alaide Jonquera
de Romero, Tilda Letelier, Aída Moreno Lagos, Blanca M. de Lagos y Blanca Vanini
Silva.8
No obstante, en esta antología,
aunque a veces de manera muy escueta, se alude a cada una
de ellas. Así, se considera a Gabriela
Mistral una digna
continuadora de la escritora
Delmira Agustini (1886-1913), a quien se define como "extraña
artista" (1917, 156),
y,
en particular, se hace hincapié
en la obra Los cálices
vacíos (1913) de la uruguaya, porque, según Juan Agustín Araya, en ella "depositó, con ingenio de audacias varoniles, la linfa purísima de sus ensueños
insaciables, la sangre de sus dolores espesos
y agitados y la leche fresca y fecunda de sus amores impetuosos" (156). De este modo,
lo que se valora de la
escritura femenina es que no sea tal, es decir, que no muestre "sensibilidad" de mujer sino "ingenio" de varón. Idea que se repite a lo largo de la impresión que despiertan los poemas mistralianos: "La poesía de Gabriela Mistral es nerviosa y firme. No hay en ella
vagidos temerosos, sensiblerías mujeriles ni actitudes
hieráticas" (156). Para reforzar
esta observación, al referirse
a "Los sonetos de la muerte" apunta que la autora chilena "vacío en viriles versos9 acerados su más puros sentimientos de nobleza" (1917, 156).
Queda así, prontamente, esbozada la supuesta
virilidad de esta escritora, estigma
con el que deberá lidiar en los años venideros. Recordemos que lo mismo le ocurrió a Delmira Agustini, "virilidad" que se acusa, sobre todo, cuando la crítica trata de "descifrar" el
erotismo que traslucen sus poemas. Zum Felde, entre otros, subraya la "raíz metafísica"
o el "trascendentalismo
viril" de esta autora:
Profundamente femenina,
femenina hasta las raíces más oscuras y misteriosas del ser,
la poesía de Delmira
es también, no obstante, de una virilidad
de pensamiento, por
así decirlo,
no alcanzada por ninguna otra poetisa, sólo encontrable en ella. La palabra
virilidad parece, en este caso, dura, contradictoria y hasta absurda; quizá lo sea; pero,
en verdad, no se halla otra, en nuestro limitado lenguaje
de definiciones, para significar esa facultad
suya de abstracción metafísica y de energía
verbal característica de la mentalidad masculina (Zum Felde
1944, 325).
Curioso resulta que en Selva Lírica se establezca un ranking poético entre las féminas.
Si Gabriela Mistral ocupa el primer lugar, le siguen Olga Azevedo y Berta Quezada,
pero más atrás, y a mucha distancia, "con pasos lentos y penosos, viene Juana Inés de
la Cruz, a quien pretenden
darle alcance T. Brito Letelier, Victoria Barrios, Gricelda Jiménez y María Stuardo, que marchan en un grupo compacto disputándose tenazmente
el puesto delantero" (222).
Mención aparte merecen unas mujeres a las que se consigna
bajo el epígrafe de "simples versificadores," y de las que, de modo peyorativo, se anota
lo siguiente:
Y, por último,
a paso de tortuga, van haciendo su jornada tomadas
de la mano y rezagadas
en una empresa imposible, las anémicas del arte, la mala yerba de nuestra
literatura femenina: Loreto Urrutia,
Blanca Vanini Silva
y Blanca M. de Lagos.
Es necesario que estas tres últimas
depongan sus quimeras
artísticas. Es inútil oponerse
al impulso práctico
de sus temperamentos; jamás podrán dar algo bueno en materia de poesía. Sus primeras
producciones deben
ser las últimas.
Cuando más allá o al borde de los treinta
años, no se ha hecho nada revelador,
y, por el contrario, la labor producida
es añeja e insignificante, y la que se va produciendo demuestra, no estancamiento (que
al fin y al cabo en esto podría abrigarse una ligera esperanza) sino un receso visible,
es mejor, para tranquilidad de propias y extrañas conciencias, que rompan para siempre
sus péñolas mohosas y estériles" (222).
No pueden dejar
indiferentes las palabras que dedica a Berta Quezada, pues, al identificar lo escritural con los impulsos psicosomáticos, se llega a la conclusión
de que "su estilo tiene impetuosidades de mujer neurótica" (432), lo que no hace más que ratificar
una anormalidad psicológica, a la que también alude
Naín Nómez (1998).
Como si esto
no fuera poco se refiere a su poesía, empleando un vocabulario "biológico" que caracteriza
a la hembra: "estruja la idea para un feliz
alumbramiento o aborta10 desgarros que repugnan
al espíritu menos exigente" (432). Y termina la crítica mencionando la clase y condicionamientos sociales que envuelven a la escritora, lo que en parte recuerda aquella "comedia del cielo" o "de las virtudes aparentes" que debían representar
las jóvenes de principios de siglo y a la que hacía
mención Manuel Magallanes Moure en el "Prólogo"
de Horas de sol (1915b, III): "No hay aburguesamiento en su poesía.
Sólo hay extremos que acusan grandes esfuerzos o grandes
cretinismos. Esta poetisa, que ya sería una realidad para las Bellas Letras si no viviera aplastada por los prejuicios del cuadrilátero de hierro
en que encierran
ciertos padres de América a las "hijas de familia,"
posee un fuerte temperamento artístico que dará bellos frutos cuando la vida misma sature sus ideales con esa
cultura necesaria e imposible de capturar en las bibliotecas o en el estrecho círculo
de un hogar hostil a sus aspiraciones" (432).
Por último, y en lo que atañe a Juana Inés de la Cruz, Julio Molina Núñez resalta que en el volumen Lo que me dijo el silencio la autora "explota el tema mínimo." Y se
detiene en subrayar la incorrección
"académica
en sus versos," las
"infracciones a la
gramática y a la retórica" (437). A pesar de esta supuesta
falta de rigor
y estilo, compara
su tono elegíaco al de Juan Ramón Jiménez y se asegura
que aun cuando estamos ante una
literatura temprana, "ya se diseñan en ella muñones
de alas propias." Para finalizar,
se vuelve a insistir en los estereotipos de lo masculino
y lo femenino y, para ello, nada
mejor que recurrir de nuevo a Gabriela
Mistral. Si ésta, "ya consagrada,
posee un estilo varonil; Juana
Inés de la Cruz, incipiente aún, es
intensamente femenina (437).
Años después,
el 14 de octubre de 1945, pero en los mismos términos, Ludwig Zeller
en El Diario establece un símil entre Winétt de Rokha y Gabriela Mistral, así afirma que
la primera está a la altura de la segunda, pero con una diferencia,
Winétt es "más femenina
y humana,
menos desgarrada" (Winétt 1951, LII). O bien, poco antes, el 11 de febrero de
1943 en Hoy, Andrés Sabella
había considerado que ninguna poeta chilena se le parece,
pero comparte con Mistral
"las faldas del dios de las canciones." Ahora bien, si Gabriela
es trágica, pétrea, "una especie de volcán erigido en el pecho de la vida," Winétt, por el contrario "avanza repleta
de canastas de ternura, jugando
con el arcoiris y con los niños" (Winétt 1951a, VIII).
Otros críticos han establecido el mismo cotejo,
pero para llegar a conclusiones muy diferentes.
Tal es lo que ocurre con O. Segura Castro, el mismo que
firmó como Juan Agustín
Araya la obra Selva Lírica y
cuyas "elocuentes" palabras
sobre Gabriela Mistral,
Olga Azevedo y Berta Quezada hemos mencionado
más arriba. Este autor, en 1951, a la muerte de Winétt de Rokha, afirmará
que ambas autoras
merecen todo el reconocimiento, pero la diferencia estriba "en la injusticia de que a Winétt no
se le ha condecorado, no se le ha tratado
en nuestra tierra como ella se merece" (Winétt
1951, LXXVIII).
En el caso de Winétt de Rokha constatamos que la crítica,
la tradición patriarcal, le
ha asignado un espacio que podemos calificar
de "doméstico," pues constantemente se
la reconoce
como mujer, madre, esposa y, por último, poeta. Al igual que le ha ocurrido
a tantas escritoras,
como por ejemplo Arinda Ojeda, dicha asignación será motivo para cuestionarse no sólo el roll sino la "esencia" de ser mujer. En el poema "Hacerse mujer,"
de su libro Mi
rebeldía es vivir (1988), Arinda
Ojeda se interroga sobre
ello:
Tus sueños de niña
y los casi posibles sueños
de adolescente
ya se habrán esfumado con
esta realidad
Madre-mujer, esposa-mujer,
lavandera-mujer
pero
¿cuándo vas
a ser mujer del todo? (Villegas 1993, 105)
Winétt muchos años antes en "La pregunta rubia" (Winétt 1951, 25-26) aludía a
un cuotidiano recreado en la existencia de una pareja: Él, zapatero renegado;
ella, seno
de trapo y mirada caída de hoja:
De los días azules,
sólo vieron
anocheceres,
hierro, suelas,
utensilios enmohecidos.
El sordo maldecir,
la palabrota obscena y manoseada,
danzaba en las bocas
amargas.
Sólo de cuando en cuando
caía
un trino de las vigas.
"Mujer," ¿pusiste agua al canario?"
Juan Villegas sostiene
que cuando se piensa en los supuestos
de lo que es una poesía
femenina en un sistema cultural patriarcal
y la función de la mujer en el sistema social,
se utiliza el discurso lírico como confirmador de un "modo de ser de la mujer," lo que
ratifica un canon cultural y social que representa a la mujer como "sensible," "emotiva" centrada existencialmente en el amor, dependiente del hombre y de los hijos (Villegas
1993, 14). Por su parte, Sonia Mattalia
llega a la conclusión de que con todo la escritura
de mujeres ha
tejido y escenificado con frecuencia estas
particularidades:
Desde la mujer vaciada
a la omnipotencia de la mujer-madre que lo puede todo; desde
la mujer ausente, abstinente del mundo, a la mujer devoradora
que se come el mundo;
desde la disolución identitaria de la masoquista a la fálica seductora que hace de
su cuerpo un estandarte; desde la irónica maldiciente que deniega sistemáticamente cualquier semblante fálico a la sierva sumisa
que se ofrece toda ella al sacrifico. Muchas mujeres -sedicentes, irónicas,
ilusionadas y desilusionadas- han tramado sobre esta extrañeza sus escrituras, desde Sor Juana Inés de las Cruz a las desenfadas
narradoras actuales" (Mattalia 76).
El 7 de agosto de 1951 muere Winétt de Rokha y su compañero, quien la convirtió
en un símbolo telúrico de madre y esposa, manifiesta su desconsuelo ante la pérdida.
En "Winéttgonía" reconoce cierta satisfacción en el llanto, porque éste se convierte en
un homenaje a la amada:
¿quién me va a consolar jamás,
cuando no quiero más que el ser irremediable, y extraer
de él la substancia
desesperada de la espantosa alegría, estupenda de poder llorarte,
construyendo un monumento al dolor humano, con sudor y terror acumulado?
[...]
voy a levantar un monumento de lágrimas a la gran estatura mediterránea que te hiciste con tu vida y con tu obra, cantando en todo lo alto y lo ancho de la época, con
tu voz de tórtola de oro, y me van a escuchar un milenio, como el último y único de
los enamorados; afuera
está la tierra
inmensa, aquí estoy yo contigo,
aquí este enorme "epicentro de tormenta," aquí, "parado,
estupefacto," sólo como toro, contra todas
las cosas, diciendo lo mismo abajo, y diversificándome como lo poliedros del diamante,
en las metáforas, presente,
siempre presente, como el soldado de Pompeya,
tallado en
la eternidad, con la patada del terremoto en la boca; pero el pecho de la eternidad es inexorable" (1975, 5-6).
Esta combinación de mujer, madre, esposa
y artista se repite frecuentemente al referirse a Winétt de Rokha, así lo hace Mahfud Massís en un escrito que le sirve para
conmemorar el décimo cuarto aniversario
de la muerte de la poeta y donde también
incluye un homenaje
a Carlos de Rokha (1920-1962). De ella dice que era "artista,
mujer
y madre," "y el esplendor
de su vuelo expresivo no hace sino confirmar su condición
entrañable de madre y mujer" (1965). En la misma línea se expresa José Vargas Badilla
(1996) al destacar la "sorprendente
condición de madre, esposa y artista." Juan de Luigi,
en un largo artículo que titula precisamente así, "Winétt de Rokha, mujer, madre, artista," identifica la condición poética con las otras. Reproducimos
algunos comentarios por lo elocuentes
que resultan:
Winétt de Rokha formó su arte a través de sus trabajos
de mujer, de esposa y de madre; no a pesar de ellos sino por ellos y con ellos [...] no fue artista a pesar de ser mujer sino por ser mujer; a pesar de ser esposa, sino por ser esposa; a pesar de ser madre sino
por ser madre.
[...]
El arte de Winétt, la poesía de Winétt, su lucha creadora son tan necesarias en ella
como su demás realizaciones. Las realizó como amamantó
y cuidó a sus hijos y guisó
la comida para su marido;
funciones todas que sólo a los necios pueden hacer sonreír
y sólo los estólidos pueden creer opuestas a la creación
artística.
[...]
El pueblo es hombre, esposo,
padre y productor
sin exclusiones; Winétt de Rokha fue mujer, esposa, madre y artista para el pueblo sin exclusiones. [...] Artista popular en
el gran y único sentido de la palabra,
no en el estéril, trivial,
informe e insignificante como lo entiende la burguesía,
fue Winétt de Rokha (Winétt
1951, IX-XII).
El Presidente del Sindicato
de Escritores de Chile, Luis Merino Reyes, en Las Últimas
Noticias, publicado el 10 de agosto de 1951, a escasos días de la muerte de la poeta,
sostiene que "además de poetisa y de esposa
del poeta, fue madre y esta palabra, cumplida
en su rigor
cruel y sublime, no necesita ningún
adjetivo que la sustente." Más adelante,
la llega incluso a calificar
de "noble matriz11 de una familia de escritores, de poetas, de artistas" (Winétt
1951, XX-XXI). Joaquín Martínez Arenas, en el mismo
periódico, pero
un día después, vuelve a insistir (1951)
en "su triple condición de artista, esposa y madre (Winétt 1951, XXIII).
Algo similar hallamos
en Jorge Vélez, quien la califica de "Mujer integral! Esposa, madre y artista" (Winétt 1951, XXXVI) y en Julio Tagle, quien resalta
su "sensibilidad
de mujer, madre y artista" (Winétt 1951, XLIX).
Más sorprendente aún resulta
la
recreación que hace Víctor Lohenthal, ya que
compara la intrahistoria de Winétt con el cuento del patito feo y en esta atmósfera de relato infantil
la convierte en la muchacha desgraciada y triste que, como la princesa de
la "Sonatina" de Rubén Darío, aguarda la llegada de su príncipe
o "emperador sin trono,"
Pablo de Rokha, para que la libere:
Ella, como la hermosa dama de un hogar acomodado, recibía el frívolo homenaje que
se tributa a los espectros en sociedad. Mas, esto no era suficiente, y Winétt, incomprendida, se angustia en sus prisiones de raso y seda, como la orquídea arrancada de su selva
nativa, llora "en la ribera del atardecer sin música:" "Me trizaron las niñez esmerilada
y rebelde."
De aquí, de esta infancia grandiosa
y solitaria, se abre la raíz íntima de su
acendrada poética, la fuente sacra y omnipotente de las aguas creadoras.
La poetisa retorna
al origen del abismo, y se reconstruye en soles magnánimos y ecuménicos desde
la magnificencia aterradora
de su intimidad trágica. Llega Pablo de Rokha, caballero
en una edad sin caballeros, o emperador sin trono, hombre de enigmas y volcanes, y
la liberta de
los viejos dragones familiares (Winétt
1951, XXXIII).
Luis Meléndez, en 1943, reflexiona acerca de la feminidad
de su época y llega a la conclusión de que nuestra escritora es una
de las pocas mujeres que aún quedan. Claro que para él ser mujer no tiene valor en sí mismo, sino en relación al hombre, por lo que
la "esencia" femenina
adquiere sentido
en tanto represente "el descanso del guerrero," la guía
que alumbre al compañero: "En esta época de crisis de la feminidad frente al hombre,
siempre me ha parecido Winétt una de las pocas últimas mujeres que aún quedan:
mujeres que están juntas,
unidas, al hombre en el desfallecimiento y para iluminarle el camino que él haya tomado" (Winétt 1951, XXXVI).
Teófilo Cid parece insistir en lo
mismo, pues advierte que "para comprender a Luisa Anabalón
Sanderson hay que imaginarla como una diosa tutelar en la vigilancia
de su hogar, junto a sus hijos y al varón
dramático que le deparó el destino" (Winétt
1951, LXII).
Mireya Lafuente, Presidenta de la Alianza
de Intelectuales de Chile, en la ceremonia
de despedida a Winétt de Rokha, agosto
de 1951, en el cementerio General de Santiago, alude a su triple condición de esposa, madre y amiga, pero en el terreno civil subraya su dedicación a la patria,
por lo que la compara
con las célebres mujeres de la historia:
"fue esposa castísima, abnegada y heroica; madre purísima, dulce y ejemplar; amiga leal, permanente y generosa y ciudadana honorable
y virtuosa que amó y sirvió a su patria como
supieron hacerlo en el pasado las egregias hembras que lucharon por el descubrimiento,
la conquista y la independencia de Chile" (Winétt 1951, IV).
Andrés Sabella,
en el periódico Hoy, 11 de febrero de 1943, a raíz de la edición de
Oniromancia, retoma la idea
de la maternidad para establecer un símil entre
parir hijos
y "alumbrar" poemas:
"Winétt, plena de múltiples elementos, es la niña de siempre,
ungida Lira y Madre. Es necesario insistir en su categoría materna,
porque es madre de carne y de verbo. Sin duda que su función humana,
su ejercicio vitalísimo, ha influido
en esa como aristocracia sideral
que flota en sus cantos" (Winétt 1951a, VIII).
De igual manera, Pablo de Rokha, el 25 de octubre de 1951, primer aniversario de boda sin la
amada, la define como una "poetisa
MATERNAL, es decir, mujer, mujer-amor, mujer-
pasión, mujer-dolor, mujer GRAN POETA e inefabilísisima" (Winétt 1951, XCI). Más
adelante sentenciará: "Winétt fue mujer por encima de todo" (Winétt 1951, XCV).
Al parecer, el hecho de ser mujer, esposa
y madre pareciera
más importante que el ser
poeta, sin duda, esta consideración está acorde con los prejuicios sexistas que consideraban
que la mujer debía dedicarse
en cuerpo y alma a las labores domésticas, pues debía ser ante
todo la guardiana del hogar. En esta línea
Lina Vera Lamperein en la "Introducción"
a su ensayo Presencia
femenina en la literatura nacional
menciona que dar cuenta de las
escritoras chilenas a lo largo de la historia es una tarea ardua y compleja, sobre todo porque en otros tiempos una mujer que escribía resultaba sospechosa. Por dicho motivo recoge el sentir de Pablo de Rokha, quien en sus comienzos ironizaba
sobre el interés que presentaban algunas por la escritura:
Literatas, ¿no tenéis un marido?
Buscadlo, y si lo halláis,
sed simplemente esposas.
Mirad que el mundo no es lo que los libros
dicen
que un folletín no es más que un beso honrado y digno
¿Queréis hablar?
Muy bien, más sazonad la sopa (Lamperein 11).
Desde luego muy lejos queda este Pablo de Rokha de aquel otro autor de "Epitalamio"y "Winettgonía." No obstante, su pregunta
retórica y su alusión
a la cocina bien podría tener como respuesta aquella que sor Juana
Inés de la Cruz dirigiera a sor Filotea:
Pues, ¿qué os pudiera contar,
señora,
de
los
secretos
naturales
que
he
descubierto
estando guisando? Ver que un huevo se une y se fríe en la manteca o aceite y por el contrario se despedaza en el almíbar:
ver que para que el azúcar
se conserve fluida
basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo
u otra fruta agria: ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos
que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí, y juntas no. Pero no debo cansaros con tales frialdades, que sólo refiero
por daros entera noticia de mi natural
y creo que
os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres, sino filosofía de cocina?
Bien dijo Lupercio Leonardo: Que bien se puede filosofar y aderezar la cena.
Y yo suelo decir, viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito
(Sor Juana 1993, 319-320).
Este desprecio de la escritura
femenina es algo sobre lo que advierte Juan Villegas,
pues según este investigador Chile ha producido un extraordinario
número de poetas
de reconocido prestigio, sin embargo, destaca la ausencia de nombres femeninos
en la lista de primeras figuras.
Una de las razones, según él, la encontramos en los prejuicios
masculinos que desvaloriza toda actividad relacionada con la mujer y, particularmente,
los de la crítica, puesto
que cuando firma
esto -fines de la década
del setenta- la mayoría
de los críticos
son hombres que proyectan sus juicios de valores desde una perspectiva
masculina (Villegas 1980, 83-84). Más adelante destaca
que las mujeres poetas en Chile han
tendido a encontrarse con un mundo cerrado, tanto en lo ideológico como en lo literario, ya que son numerosas las autoras
que, pese a su activa participación en la vida intelectual de la época y a la publicación de poemarios, no aparecen en las historias o, en
el mejor de los casos, se las incluyen en apéndices. En otras
ocasiones, se las mencionan
por su relación con los poetas
varones de su tiempo. Un ejemplo a este respecto es Winétt
de Rokha, escritora escasamente estudiada y preferentemente
conocida como la esposa
de Pablo de Rokha"
(Villegas
1993, 13).
Llegados a este punto, resulta conveniente
entonces preguntarse
¿qué se entiende por escritura femenina? Interesante, por lo que
aporta, pero también por lo reciente,
es
el número de junio
de 2007 de la Revista de Crítica
Cultural dedicado a responder
por el
¿Arte de mujeres o políticas de la diferencia? Raquel Olea oportunamente
hace hincapié en que
lo femenino no es necesariamente un correlato de la mujer. "Lo femenino
también
es un posicionamiento en relación
a los poderes dominantes. Ha sido la marca, el signo
de lo subordinado,
de lo minoritario, de lo suprimido, de lo carente, de lo silenciado.
Eso le confiere un potencial político
alto..." (15).
Francisco Brugnoli, tratando de identificar y diferenciar, señala que el signo de la reiteración es propio de lo femenino. Para ello recurre a una serie
de actividades relacionadas
con la mujer:
"El hombre cazador
busca, encuentra lo nuevo, lo nombra
y trae el nombre
a la casa. Pareciera que la mujer está condenada a repetir el nombre en su descendencia
y crea así el lenguaje de reconocimiento. Ese aspecto
de repetición está en el tejido,
en la receta de cocina,
en el molde para bordar, de hacer
la ropa que parecen ser las condenas históricas de lo femenino. Pero esto lleva implícito las acciones de preservar, la memoria y
el cuidar, ordenar, por tanto de jerarquizar y desde luego de la acumulación. Todo lo cual
constituye un rol cultural fundamental y la posesión
de un espacio para la innovación,
por ejemplo, en el acento, en la manipulación, etc. (17).
Sergio Rojas destaca algunas
constantes, como por ejemplo, el trabajo con lo cotidiano, con lo familiar, lo doméstico,
lo íntimo, instancias
que caracterizan la actividad
artística que correspondería, según él, a una cierta sensibilidad femenina (18). Carlos Ossa, más crítico, denuncia
que pese al avance de los tiempos aún impera "una ética masculina que, celebra el protagonismo femenino en las artes plásticas, pero lo reduce justamente a eso, a lo femenino,
lo maternal, lo episódico, lo privado" (21). El filósofo
Pablo Oyarzún dice que "hay una capacidad
de nominación en la literatura, una capacidad de dar nombre. Y eso puede
estar vinculado con ser éste un lugar
donde la mujer puede cambiar su propio nombre, donde
puede ejercer resistencia respecto a los nombres
tradicionalmente adquiridos, tradicionalmente impuestos, y donde se da una lucha muy
expresa respecto de quien tiene la capacidad
de nominación de lo femenino. Y eso se articula de manera muy distinta, no simplemente a través de poner un nombre, sino a través
del desarrollo de un discurso, del desarrollo de un relato que tiene esa capacidad nominante" (20).
Si llevamos estas reflexiones al tema que nos ocupa, observamos
que desde hace ya bastantes años algunos críticos como Vicente
Parrini, al reflexionar
sobre Winétt de Rokha, llega a la conclusión de que más allá de encontrarse ante una escritura femenina, se halla sencillamente o complejamente ante una "poesía, auténtica, original, única. [...] Poesía donde se plantean los interrogantes
y la problemática del hombre en su ecuación social, con su drama y su esperanza" (Winétt 1951, XLIV). Tal vez, por lo mismo, Eduardo Anguita prefiere hablar "de un gran poeta -la palabra poetisa suena a débil- (Winétt
1951, LXXXVIII).
Hernán del Solar, en Defensa, el II de 1943, tratando de elogiar la obra de Winétt y,
particularmente Oniromancia, subraya que este título muestra claramente una activa sensibilidad de mujer, pero con la diferencia que para esta autora "lo íntimo no es un mezquino
hurgar en la pena doméstica" (Winétt 1951, XII). De nuevo los convencionalismos.
Algunos críticos, como Januario
Espinosa, sin entrar a analizar
la escritura de nuestra autora,
estiman que el mayor de los elogios que se puede
hacer es afirmar
que "hace buenos versos y sus versos son realmente
"versos de mujer."" Además,
esos poemas que,
en su mayoría son amorosos,
son considerados por Espinosa ideales,
el tema inmediato
"para
toda mujer sincera" (Cruz 1915b, 146-147). Ahora bien, si se valora la franqueza, esto
se hace dentro de unos límites,
pues la osadía de revelar determinadas "intimidades"
de la pareja, tal y como hacía Juana Inés de la Cruz en Horas de sol,
podía dar pie a algún comentario malintencionado. Esta obra, publicada
en 1915, presenta una dedicatoria
que puede entenderse como una muestra de valentía:
"Hoy, que el temor a los prejuicios nos tiene alejados, aherrojada como una princesa
de leyenda, desde mi castillo encantado escribo versos y prosa saturada de resplandor
de sol. Y lo escribo
todo para ti, para ti que
amaste la revelación
de mi alma de mujer" (Cruz 1915b, I-II). Esta misma observación lleva al crítico Manuel Magallanes Moure a opinar que, partiendo de las palabras iniciales
de Augusto D'Halmar, con las que se abre este libro -"Inquiere donde haya un corazón, pues solo una cosa precisa buscar en esta vida y esa cosa es El Corazón"-,
el sujeto poético se deja guiar donde el corazón
lo lleve y esta "rara valentía
moral" es lo que le
causará más de un problema, "un enjambre irritado de juicios y prejuicios. Se clavarán
en ella los punzantes
comentarios de ciertas gentes y la maltratarán; que algunas ideas preconcebidas, como algunas armas anticuadas, más daño hacen cuanto más enmohecidos
tienen sus filos" (Magallanes IV).
Andrés Sabella, en un artículo publicado en El Abecé de Antofagasta, el 2 de septiembre de 1951, a la hora de encarar la producción poética de Winétt de Rokha aprovecha para
darnos a conocer lo que entiende por poesía femenina
y, a tenor de lo que se desprende
de sus palabras, la estima en poco, aunque "salva" de la quema a nuestra escritora:
La poesía
de mujer americana se resiente
de balbuceo y novela biológica desesperada; la estimaron conducto para desahogar fiebres y no cauce para madurar
el ser. Winétt fue,
tal vez, la única mujer
en nuestro idioma que no confundió el rito terrible
de la Poesía
y le dedicó su verbo, no para servirse de ella, sino que para honrarla
y engrandecerla con dicción
armoniosa, digna y sugestiva; su oratoria
fue siempre femenina,
pero nunca
se rebajó a triquiñuela menor de mujer, a menester de hembra que se desnuda ante
el espejo del poema para conmover al hombre en su duelo de eternidades. Winétt de Rokha
comprendió los deberes de la Poesía,
los puramente poéticos
y los morales que apareja,
y vivió un bello periplo impar en el idioma" (Winétt 1951b, LXXVI-LXXVII).
A raíz de lo que hemos venido comentando, no podemos negar que la crítica ha insistido en "modelar" una Winétt de Rokha mujer, madre y esposa antes
que poeta, por
lo que no resulta del todo sorprendente que todavía hoy siga siendo una desconocida. En
este sentido, creemos que se hace imprescindible una lectura que desvele a la escritora,
más allá de ese "folclor biográfico" (Nómez 1998) que la recubre. O bien, que la libere
de comentarios o alabanzas que suenan a hueco: "largo
tiempo quedaron resonando
en
mi interior las dulces cantinelas de la gentil poetisa, que se oculta bajo el nombre de
Juana Inés de la Cruz," tal y como manifestaba Samuel Lillo (Cruz 1915b, 147). A veces,
inclusive observamos cómo la crítica, sin entrar a desentrañar su poética, se limita a hacer
un panegírico en la que su obra queda totalmente al margen, como si ésta no interesara
por ella misma. Esto es lo que ocurre con Braulio
Arenas quien afirma: "(las hojas caen, Winétt ha muerto, la noche
pues no ha cumplido su palabra) [...] Winétt no es pues de
la muerte, es de la poesía.
Ella pertenece a ese archipiélago de luz y no a tu mar de noche
[...] Winétt, en ese archipiélago inmortal, tiene un sitio privilegiado de reina" (Arenas
1982, 219). Este texto aparece sin fechar, pero igualmente ha sido recogido en Suma y
destino, por lo cual creemos que pertenece a 1951, homenaje a la muerte de Winétt de
Rokha (Winétt 1951, XXXI-XXXII).
Pero si la imagen de mujer, madre y esposa se repite hasta la saciedad,
no podemos dejar de mencionar
otro imaginario
que igualmente la conforma, cierto halo místico
con
el que la crítica la envolvió, sobre todo como autora de las primeras obras, aquellas
que
además firmaba "vistiendo" para la ocasión el hábito de monja: sor Juana Inés
de la Cruz. Recordemos, a propósito, que algo similar había sucedido con Delmira
Agustini, en quien
la
crítica
había
visto
una
"raíz metafísica," como consignamos
más arriba. Naín Nómez dirá que, pese a que en sus inicios Winétt es una profunda
católica con reminiscencias metafísicas, luego se transforma en marxista, simpatizante
del
Partido Comunista
y admiradora de la Unión Soviética (Nómez 1996, 488). Más
adelante apunta que
"sus convicciones fueron
religiosas,
pero luego variaron
hacia
profundidades
metafísicas y más tarde marxistas" (489). Por su parte, Pablo de Rokha
en Suma y destino reconoce que "adentro del corazón le ardía la religiosidad
atea, no
el catolicismo, y era una gran dyonisiaca del cerebro" (Winétt 1951, XCVIII), por lo
mismo, cuando se refiere a su primera etapa poética subraya el hecho de que Juana Inés
era
sencilla, perfecta, humana, espiritual y suave, dulce como las melodías antiguas (Pablo 1990, 117).
No debemos obviar el hecho de que su primer título, Lo que me dijo el silencio, goza
de un cierto misticismo, quizá la palabra
que más se repite en él es "alma." Tal vez por
ello, Antonio Bórquez Solar enuncia que dicho libro "es la revelación de un alma delicada
y sufriente, de un alma selecta y de excepción" (Cruz 1915b, 145). Sin embargo,
nos parece del todo excesivo que al aludir a esta autora se la considere una "santa,"
tal y como declara
Claudio de Alas,
quien además utiliza
una imaginería sacra
cuando cita el primer libro: "porque [Lo que me dijo el silencio] es místico, tal como un Aleluya elevado por
un anciano cura en una iglesia milenaria,
cuyos altares estuvieran
perfumados por castas azucenas de los montes" (Cruz 1915b,
148-149).
Un misticismo que no se debe confundir
con una apariencia de arrebato. En este
sentido, Juan Arcos, en agosto de 1938, destacaba que esta autora desde Cantoral (1936)
había emergido "definitivamente
en medio de la decadente
poesía femenina, rompiendo
a latigazos de enredaderas, de mauser proletario, la tradicional tónica de las poetisas
sudamericanas, aquel
sensualismo
misticoide
y enfermo, para en cambio enarbolar,
valientemente la poesía hecha pensamiento y acción" (Winétt 1951, XVII). Las mismas
actitudes misticoides a las que también apunta Óscar Chávez, para acentuar de nuevo
que nuestra poeta, "mujer, madre y esposa amantísima," era, sin embargo,
"tan ajena a toda forma de rebrotes
misticoides" (Winétt 1951, XVIII-XIX).
Para evitar
los males anteriores, es decir, "configurar" una escritora para hacerla coincidir
con todas las que era, Luisa, Juana Inés, Ivette, Winétt, Federico, Marcel, Luisita..., para que nos "cuadre" con esa mujer, madre y esposa amantísima, creemos preciso leer
los textos de nuestra autora como estrategias discursivas que se activan a lo largo de los años.
Por ello, concordamos
con Nelly Richard, quien en el Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, celebrado en Santiago de Chile, agosto de 1987, hizo
hincapié en que era
necesario desligar lo femenino de los esencialismos que lo reducen a una identidad
fija
(y previa a la experiencia del texto), para proyectarlo
como estrategia discursiva:
como juego de posicionalidades que responde
a mutaciones de sujeto y transformaciones
de roles y participaciones. Lo femenino así concebido deviene marca enunciativa que
moviliza
determinadas contraposturas en el proceso de comunicación oficial del sentido dominante [...] Me parece
que sólo una teoría de la escritura abierta
a la heterogénea pluralidad del sentido como resultado
de una multiplicidad de códigos
(sexuales, pero también políticos y sociales,
ideológico-literarios, etc.) entrecruzados en la superficie
del objeto semiotizado, es capaz
de poner en acción una lectura destotalizadora; y por ende, de movilizar
lo femenino como pivote contra-hegemónico de los discursos
de autoridad (31).
Para finalizar, queremos darle la palabra a Josu Landa, pues su reflexión sobre el papel
que debe jugar la crítica
de poesía en América Latina nos parece una vía apropiada
para "dialogar" con Luisa Anabalón Sanderson, con cada una de sus identidades y con
cada uno de sus textos:
La crítica de poesía deberá
entender que no se trata
sólo de interpretar, intuir y juzgar, sino de poner lo que le toca en la realización de lo poético. Asumir de otro modo la
crítica de poesía significará que no se ha comprendido que su sentido
no está en sí misma, sino en algo
que la trasciende: lo poético.
Entender de esa manera el sentido
de la crítica de poesía supone, por lo demás, superar
la vieja dicotomía
poeta/lector y reivindicar una comunidad de poetas-lectores
y lectores-poetas. Asimismo, comporta encuadrar todo potencial crítico
en el marco
de un diálogo
creador y realizador de lo poético. Si la crítica de poesía no opera como modalidad de un diálogo
vivo y creador, terminará
reduciéndose a un montón de
excrecencias textuales, o convirtiéndose
en monumento muerto a las desmesuras de la pasión crítica (41-43).
1 Véase Diccionario de la lengua Española. 22ª ed. Madrid:
Real Academia Española,
2001. Algún artículo,
tal es el caso de identidad, aparece enmendado como avance de la vigésima
tercera edición: http://www. rae.es/
2 Hemos optado por utilizar
el nombre acentuado
-Winétt-, porque así aparece consignado por ella y por
Pablo de Rokha.
3 En este trabajo siempre que hagamos referencia a Pablo de Rokha, Winétt de Rokha y Lukó de Rokha, consignaremos sólo el nombre, así evitaremos
posibles confusiones.
4 Aunque frecuentemente se suele citar el apellido
de esta autora como Zárraga, en el interesante artículo de Rafael Gumucio Rivas, "Belén de Sárraga, librepensadora, anarquista y feminista," publicado en Polis, Revista On-line de la Universidad Bolivariana de Santiago
de Chile, destaca
que el apellido en verdad es Sárraga,
y así figura en su primera obra: El clericalismo en América (1914).
5 Lo que me dijo el silencio. Santiago de Chile: Imprenta
y Encuadernación New York, 1915. Horas
de sol.
Santiago de Chile:
Imprenta y Encuadernación New York,
1915. Formas
del sueño. Santiago
de Chile: Klog editor, 1927. Cantoral. Santiago de Chile, 1936. Oniromancia. Santiago de Chile: Multitud, 1943. El valle
pierde su atmósfera fue incluido en Arenga sobre el arte, libro de Pablo y Winétt de Rokha, Santiago de Chile:
Multitud, 1949. Suma
y destino. Santiago
de Chile: Multitud,
1951. Antología. Santiago
de Chile: Multitud, 1953.
6 Puesto que nos ha sido muy difícil
conseguir gran parte de la obra crítica
sobre Winétt de Rokha,
haremos referencia en muchas ocasiones
a las reseñas, impresiones, notas, fragmentos.... recogidas por Pablo de Rokha
en Suma y destino (1951), bajo el siguiente
epígrafe: "Prolegómenos a una gran expresión
de Améri- ca." Por esto mismo, a la hora de citar dicho material lo haremos de la siguiente
manera: Winétt 1951 y
las páginas en los números
romanos correspondientes, tal como las consigna Pablo de Rokha. Algo similar
ocurre con Horas de sol (1915), en la que se incluye, a manera de "Noticia bibliográfica,"
algunos juicios críticos que mereció
el anterior libro, Lo que me dijo el silencio (1915). Nos ha resultado imposible obtener toda esta información, pues, como advierte el editor H. Fernández, los comentarios han sido "publicados en periódicos y revistas literaria de la capital y de la provincia, aparte de otros particulares o privados"
(141). Por ello citaremos
a partir de lo que se recoge en "Noticia bibliográfica," Horas de sol, haciendo constar el apellido con el que
firma la autora en esta ocasión: Cruz
1915b y el número de página.
7 En esta antología
el nombre de nuestra autora aparece consignado como Winet, de ella se seleccionan los siguientes poemas: "Casa
de campo en Talagante," "La pregunta rubia," "Cueca
del dieciocho,""Miel y laureles de Chile" y "Cabeza de macho" (1963, 80-84).
8 Hemos
consignado los nombres tal y como aparecen en dicha antología.
9 Las
negritas son nuestras.
10 Las
negritas son nuestras.
11 La negrita
es nuestra.
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