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Horas de Sol


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HORAS DE SOL

I

 
Horas de sol, es decir, horas de felicidad, horas de paz, horas de olvido, y sin em- bargo, si en un título hubiéramos de sintetizar lo que fueron nuestras horas de amor, seguramente no sería en el de HORAS DE SOL donde deberíamos encerrarlas.
 
Horas que pasaron a la nada, horas que fueron como espuma irisada que el viento disolviera, sombra bienhechora que el día ahuyentara, cascada de amor que al abismo rodara.
 
A veces nuestra mentalidad está tan ajena a lo que escribimos.
 
HORAS DE SOL: he ahí un título que no busqué, un título que nació de la casua- lidad y que por eso lo estampé con cariño.
 
La tarde estaba nebulosa. Avanzaba tan rápidamente, que sin saber cómo, quedamos
en la sombra. Poco a poco principiaron a encenderse los focos eléctricos de la ciudad y los faroles de los coches.
 
A pesar de las luces artificiales apenas nos adivinábamos. Nunca habíamos estado tan tristes; algunas ligeras consideraciones habían saturado la atmósfera y nos habían alejado un tanto.
 
Su cabeza inclinada parecía agobiada por un yugo y sus ojos fijos en el suelo como
si quisieran encontrar en él una solución al problema.
 
-¿En qué piensas? le dije.
 
Levantó hasta mí sus ojos enigmáticos y me contestó riendo:
 
-En que tienes los pies muy pequeños.
 
-¡Tonto! creía que pensabas en algo serio.
 
-Acaso puede haber algo más serio?1Al menos yo, por mi parte, si una mujer tiene los pies grandes, ni siquiera la miro al rostro.
 
Era hora de marchar; los relojes marcaban las siete menos cuarto.
 
-¿Cuándo?
 
-No sé, cuando Dios quiera.
 
-Qué horas tan negras son éstas,2 dijo con tristeza. No te rías, pero cuando a solas3
en mi alcoba trato de fijar la expresión de tu mirar, te veo desaparecer y no lo consigo. Quisiera mirarte todo un día, largamente, intensamente, hasta saberte de memoria.
 
-No seas así, no te quejes de la suerte, le respondí; acaso estas horas que tú4 llamas negras sean nuestras únicas horas de sol...
 
-Qué título tan irónico sería ése5 para un libro en que las relatáramos...
 
Todo volvió a quedar en quietud. La calle impasible nos vio alejarnos en distinto sentido.
 
Horas de sol, horas de amor, blanca estela en el azul intenso del sentimiento lírico, estrellas que temblaron de terror al sentirse suspendidas en el vacío, alas que chocaron con alambres, gaviotas heridas que se azotaron contra las rocas tradicionales del medio ambiente. Nadie vio el reflejo del místico cirio que alumbró la fuerza de sus razonamien- tos. Que si así hubiera sido ¡qué poco de ellas quedara aquí dentro!
 
Claras ondas de luz, campanas reidoras, risas alegres de la muchedumbre, allá en el barrio central, donde todos se confunden; allá, donde después de haber elegido un día para reír,6 todos creen en la felicidad, inseguro trapecio donde se columpian esos clowns de carnaval, que el nuevo día contempla ebrios de luz sobre la arena del redondel inmen-
so del aburrimiento. Y allá nada queda, nada de esa alegría que son muchos los que la viven. Pero de aquellas horas que alimenta la llama del dolor, de aquellas que sólo7 dos pueden santificar, de aquellas que tú y yo dejamos pasar a través8 de nosotros, como una procesión en la sombra de un templo, de esas queda la esencia, la vida, porque tuvieron un principio sólido, porque nacieron de lo incomprendido, encontrando repercusión en nuestras almas doloridas.
 
Horas de sol, vibraciones en las cuerdas sensibles del alma, repercusión en las fibras recónditas del cerebro, que marcha acorde con el corazón; benditas lágrimas, que tuvieron por qué, rosas de un jardín que no las dejó florecer porque no tenía agua de pozo para regarlas, ni agua del cielo para santificarlas, o mejor dicho, porque temió que cayeran en pecado, como habría dicho Stendhal.


 
1 Sin signo inicial de interrogación, p. 23.  
2 Sin tilde, p. 23.
3 "a sólas," p. 23.
4 Sin tilde, p. 23.
5 Ídem.
6 Ídem, p. 24.
7 Ídem, p. 25.
8 Ídem.