LA MUERTE DE LAS ROSAS
A Julia
Sateler C.
IX
Fue una mañana de Verano. El sol bañaba la carretera y el azul del cielo era tan
intenso que atraía como un abismo.
-Quiero saber lo que encierran
en el cáliz las rosas que me has traído, dijo Ivette al poeta
que no sabía llorar, al poeta
que reía1 de las doloras
de Campoamor, de los pesares del niño y de la juventud,
porque no pensaba que el niño siente el mismo pesar cuando
rompe un soldadito de plomo, que el que siente un hombre ante su felicidad perdida;
porque no pensaba que una mujer de dieciséis2 años
sufre tanto no amando,
como sufre
un hombre de talento que no encuentra a la vida una razón3 de
ser, después4 de
haberla mirado intensamente bajo su analítica percepción. El poeta
que no tuvo lágrimas
cuando
su madre cerró
los ojos a la luz del día, deshojó las rosas que Ivette amaba y ante el cáliz
sin pétalos rió con una risa salvaje.
-He ahí lo que encierran las rosas, dijo, polvillo
que al menor soplo se esfuma. Y
rió de la sorpresa
trágica de Ivette, ante las rosas
deshojadas.
-Poeta, dijo
Ivette,
tú que todo lo sabes, dime, ¿por qué no te conmueves?
-Ivette, contestó el poeta, no te preguntes nunca el por qué de las cosas y así te
conmoverá la gota de rocío resbalando desde la hoja que la ostenta brillante
y frágil a la
tierra que la consume.
-No lo creo, murmuró Ivette, tu sentir no es igual al mío5 y si tú sólo6 amas
los misterios que no puedes descifrar, yo, en cambio, amo en ti la descifración del misterio. Llévame a la cumbre del alto monte
del saber y desde allí muéstrame lo que ocultas
por temor de que ya no te ame. Quiero vivir la vida que tú vives, aprender lo que aprendes
y no temas
por esto que me muestre altiva. Mi corazón
será siempre el mismo
ignorante
o sabio.
-Eres muy niña, dijo el poeta,
espera... Y rió7 de
la cándida Ivette dejándole en el
alma un dejo amargo de ironía...
*
-Ivette, decía8 el
poeta, muchos años después9 de
la muerte de las rosas, tú que me
has consagrado la vida entera no sabes comp
renderme,
estoy junto a ti y me encuentro solo. Estos versos míos que han sido el fuego sagrado de mi vida, no me alimentan ya. Tú que has reído conmigo ¿por qué no llenas el vacío que se hace a mi alrededor? ¿por qué
no has sabido conservarme una ilusión? ¿por qué no has sido arcano ayer, hoy y siempre?
¡Pobre
mujer! acaso me has amado demasiado...
-Tú has tenido la culpa, gimió Ivette, tú que enmudeciste
cuando te interrogué.
-Acaso tengas razón,10 pero creí cumplir
con mi deber. Ni tú ni yo hemos tenido
la culpa, la tuvo...
-Tu egoísmo,11 dijo
Ivette débilmente. Y el poeta
que no sabía llorar, por la primera
vez lloró arrepentido
en brazos de la mujer que no pudo llenar su vida porque él no había sabido crearla para comprenderlo....
1 Sin
tilde,
p. 79.
2 "dieziseis," p. 80.
3 Sin
tilde, p. 80.
4 Ídem.
5 Ídem,
p. 81.
6 Ídem.
7 Ídem.
8 Ídem.
9 Ídem.
10 Ídem,
p. 82.
11 Ídem.
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