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Oniromancia


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SINFONÍA DEL INSTINTO

 

Enajenar un nudo de albas sobre la frente,1
un turbante a detener la sombra
con la estridencia de sus medallas.
 
Licor de cicuta, campanas.
Estoy confusa, no me reconozco;
cuando salgo al encuentro de las amapolas,
ya la tiniebla me invade.
 
Sino fatal, reverenciado más allá del Otoño;
camino a tientas, sonámbula,
arco y triunfo desplumado sobre la carretera,
me lastimo los pies y la helada
salva la existencia de una rosa.
 
Ya vienes, enlutado y febril
haciéndote olvidar, presentando
el sello arcano
que el hombre graba a cincel
sobre sus espaldas.
 
Allá está el faro atravesado de águilas,
mis rodillas sangran
desde que la punta de mis ojos no me adivinan.
 
Corteza de árbol feliz
que da albergue a las luciérnagas,
esas que suben la montaña
y bajan al valle desde mi cerebro.
 
Ronda de pájaros y niños fosforescentes
cazando lunas y pétalos de canción fugaz.
 
Yo limito la carretera del dolor
y me enjugo las lágrimas del plenilunio, entre follajes
que cuentan cuentos de aparecidos y fantasmas,
y quienes nunca vi,
y a quienes, sin embargo, temo
tanto como a mí misma.
 
Duermo, sonrío, la esencia de mi ser se disgrega,
entre las uñas de mis dedos las ideas florecen
y se incrustan rectas y venenosas
en el corazón de la noche.
 
Menos mal que me invade una claridad sonora
y voy por los ríos, azotando piedras o cráneos
que son incienso en el altar del pecho.
 
Desnuda contra el horizonte:
agua, atmósfera, líquido, fragancia,
armonía de un instante
en que lo bello despliega todas sus velas
para recoger náufragos.
 
Por mi frente los elementos
me trasladan a firmamentos claros
y mi carne oscila como la llama
y crece como las mareas.
 
Soy la aeronave que se interna
en los múltiples vientos
respondiendo al eco divino
que a voces me llama desde la aurora.
 
Ilusión deshojada sobre el huerto frutal
de mis senos en flor.
 
Tájame, fulmíname,
déjame sobre la cima del volcán
donde Apolo refresque mis labios
agrietados de duda y temas invencibles.
 
¿Qué fue lo acontecido?
Nada, dicen los ríos en desorden
enroscando recuerdos y paisajes borrados
y la lengua con terror y sabor
de tierra y de memoria.
 
Rodando, ciega de luz
araña laboriosa de los sueños más puros
que el viento borró y cristalizó en una lágrima.
 
De otra vida venir
e ir al caos, sin conciencia,
con las sienes sumergidas
en la atroz leyenda: vertiginosa, inmaterial,2
sedienta de eternidad y perdón por las ofensas y sus ecos.
 
La pequeña paletada de alma
sobre los mundos invisibles
que lloran desconocidas desventuras
y escuchan discursos de luceros y rayos
perfumados.
 
Espíritu, palabra, mirada ardida,
ajena del rumor de las venas;
el paralelo de las piernas
como cuerdas fatales
apartando la sombra.
 
Alegría de pensar más allá del viento,
ser la gaviota roja que gira entre los soles
mientras las otras, grises,
blanquean la superficie del océano.
 
Ya mi voz duerme sobre los sembrados,
estoy inmóvil, aureolada de rocío y misterio.
 
Dependo de ese viento sutil que acaricia el fresno,
del parpadeo del abedul
y de su maquillaje perenne.
 
¿Volver atrás? Nunca.
 
Empezar de nuevo,
arrastrar y levantar cadenas
con ese ímpetu del ser que pinta rosas
en las mejillas de una prostituta.
 
Atrás están los hechos con sus fechas borradas,
un pañuelo a la distancia con olor a pólvora
y esa palabra que no vino jamás.
 
Nunca zarpé del puerto,
no supe del adiós y del regreso,
y, sin embargo, todas las cosas se han ido de mí,
mientras en cada mañana retorno desde el sueño.
 
Aún,3 dice la estrella,
aún, la rana con su rumor de agua polvosa
y yo le respondo: aún y siempre,
despavorida, ante la belleza mordida y curvada
por los inútiles intentos.
 
Hay algo en mí que no puede morir,
flotará en las atmósferas más desveladas,
se irá de perfil por los desfiladeros,
besará estrellas y lunas y soles,
mascará diamantes y se hará transparente
como la luz del mundo.
 
Vendrán tempestades y cataclismos,
lo eterno se abrirá las venas
y yo le miraré al fondo de los ojos.
 
Pero este número, este yo, este límite
que me ahoga, esta carga, este lastre
que me aplasta, ¿dónde caerá?
 
Triunfar del horror, ser nube
electrizada y bella
disuelta a horcajadas sobre la muerte.
 
La Primavera derrochó su instinto floreal:
las lilas, los copos de nieve, la corona del poeta,
esos lirios negros, morados y ebrios
que llegan al balcón de los secretos recursos
cuando nos desnudamos de la envoltura mortal que nos cubre.
 
Sobre la colina
el acordeón de la tarde trae ecos tránsfugas.
 
El bosque y su melena de esmeralda,
las piedras inmóviles,
la quietud que se eleva
balanceándose sobre el abismo
y mi perdón arrodillado
perdido, imantado,
tenaz, abrupto y asesino.
 
Dueño, mi dueño, ¿eres una palabra?
¿eres la ficción, lo imperativo, la verdad?
 
¡Si las turquesas y corales salieran del mar hondo
y mis manos las pulverizara y las aventara
a todos los vientos!
 
Ofrenda de grito reprimido,
dolor azul que taladra la montaña,
batalla de tanques heridos
contra el vendaval de los pueblos.

Qué grito, qué rebeldía de alas puras.

Filo de luna menguante,
garra de animal moribundo,
veneno, horror, tibia canción entre ropajes
más tibios que las criaturas en el vientre materno.
 
Vanidad fría como mis rodillas,
desprecio altivo más que el trueno que me cohíbe,4
mueca de todos los rostros,
que llevan en el lomo una serpiente.
 
Venid a mí, muchedumbres,
venid en ronda subterránea,
quiero decir la verdad amarilla.
 
La verdad que es mentira, la mentira
más inconmensurable,
porque tiene ese hedor de cadáver
y esas gelatinosas espermas
que se sonríen a la luz de la luna.
 
Diana cazadora por los caminos siderales,
llevo el peso de los siglos en mis hombros,
sacudo el polvo y estoy siempre cansada,
metida en el abismo de un caracol gigante.
 
Diana cazadora en los parques del Invierno ido,
con un corazón palpitante entre los dedos,
¿para qué? Para arrojarlo
al festín de los perros
como arrojaste la belleza y la estampa
diluida5 en la frontera de todas las pasiones.
 
Diana, escupe lo único que posees:
el recuerdo!
 
Venía desde muy lejos
con arena y melena de algas quemadas
y se enseñoreó en mis dominios;
todo era mío: la pared quebrada de sol,
la fuente lúgubre donde se bañaba el espectro de un árbol,
y danzó la danza de los lirios negros.
 
En el fondo de mi ojo se cubrió la pupila,
se hicieron milagros con zapatilla de humo
y entré al redondel de hojas en torbellino,
mar afuera, como los barcos sin timón,
gozándome de esa grandeza que como las pirámides,
se deslíen con el fulgor de la mirada.
 
Fui la película donde la actriz se mira
y se siente creadora de sí misma,
con alma de encantador oriental
a la hora del incienso y las arañas impresionantes.
 
Sentí mi desnudez reflejada en el cielo
los brocatos6 de oro de la tarde me cubrieron,
maravilla, sorpresa, alada armonía,
que mientes y no me descubres.
 
Son los ratones de la costa serena,
suaves y furiosos,
arpegiando el arpa rubia que desata tempestad.
 
Era en la Navidad cuando los pinos sudan de confusión,
mi corazón ovillado aguardaba
la ola definitiva que había de arrastrarme
por los pantanos. No tenía miedo ni alegría.
 
Fue el éxtasis.7
 
Había color y terror
y no sentí su alarido.
 
Así como la joya del sultán
en la bandeja del imperio.
 
Después... paso a paso,
débil nave arribé a seguro puerto,
pero allí nadie me esperaba.

"En verdad, sólo una cosa es necesaria"...

Me afano, hurgo, trajino, gesticulo,
agoto las fuerzas y me curva el cansancio,
pero desde ese fondo me alzo nueva y maravillada.
 
Señor sol, adelante, el sillón está vacío,
hay fresas en ese canasto y agua de vertiente
para tu luminosa pesadumbre.
 
De espaldas contra la noche,
lentos movimientos, silencio,
una cuerda, un pétalo peregrino del alba,
confusión, extrañeza, miseria humana.
 
Las muñecas de trapo agitan el conjunto,
son flores de cemento
en contrato de paz y de silencio.
 
Yo te amo, pero mi pensamiento
tiene el contorno de su mal sin remedio.
 
En el delirio me incendio,
la ceniza me escucha y llena el cántaro
con la claridad perpendicular del deseo fallido.
 
Aquí está la paleta y el color de oro sensitivo,
pero mi cabeza es de plata y pesa como las monedas.
 
Flautas del dios Pan,
arrebatando los estrados del bosque
llegan a mi oído;
es la armonía cardinal del ocaso.
 
Es necesario enterrar los ojos
para entregar el espíritu.
 
Detener tu avance, ¡oh!, vida,
detener tu hálito guerrero
y apagar tus llamas amarillas.
 
Estoy agotada y luminosa,
cada rincón de mi cuerpo resucita;
los demonios de la locura
extienden un tapiz con pólvora y tiniebla,
la pasión exalta y languidece
fosforescente, reprimida, desmayada.
 
A mi alrededor muere el venado
y las flores se apagan como cirios
cuando mi vestido de penas es inmortal.
 
Si muero, el terciopelo bendecirá mi mejilla,
la oscuridad prenderá su ceniza, para abrigarme.
 
Yo me alzaré como la libélula
en un solo pensamiento que abarcará la nada.
 
Polvo, dirán las almas esporádicas,
polvo, clamarán los corazones cobardes,
pero este polvo gris, alucinado y deforme
clamará, a su vez, inmensamente
por el amor eterno.
 
¿Estás ahí? ¿Estoy aquí?
 
¿Somos hechos de qué luminosa consistencia,
sumergidos en qué abismo sin presente?

Los abuelos con su leyenda crepitan bajo los puentes.

Palpitan las sienes del mar
y su novela arde en el disco inmanente del tiempo.
 
Como gota de plomo, mi corazón
se hace denso horadando el pasado;
sin querer te vivo, pasada memoria, momento gris,
hora perezosa y fugaz ¿del mundo?
 
Los mercados con sus frutos rosados
invaden el alba y las horas oscuras,
peino el sauce de mi cabello cuotidiano
y trajino la espera y el solaz de un momento.
 
Rebano mi tajada de pan
antes de morir del todo,
bebo en el cristal azul de un sueño
el resto de mi copa vacía.
 
Alegría de pertenecerme,
de acariciar el pensamiento mío
y por mío perfecto,
borrar los contactos,
olvidar las respuestas,
despreciar las preguntas,
por ser del yo la única palabra.
 
Saberme enferma del alma y sonreír,
alimentar alimañas
que corroen las entrañas, mirar con mis ojos
este fondo infinito que me alarga la vida.8
 
Claro olvido de Dios,
sin aspiraciones, ni venganzas.
 
Al borde de las cuerdas del puente,
empinada en la punta de los pies,
alcanzar el firmamento.
 
Ser pura como la flor del almendro,
envanecida y soberbia.
 
Oscuro olvido de Satán
espolvoreado sobre mi cuerpo.
 
Nada poseo sino la tierra,
nada deseo sino la tierra,
nada exalto sino la tierra
y, sin embargo, nada odio tanto como la tierra,
y en ella me sumerjo anticipándome
herida de espanto, alucinada, sola,
con la alegría del demente
y la lengua del ahorcado,
entreabriendo los labios insaciados
por el calor de un beso inmenso.
 
Si cantarán los pájaros
o chirriarán los búhos y los chunchos
cuando me precipite en la tiniebla definitiva.
 
Preferiría que en la ventana
echara el sol su aliento rudo y sofocado,
saludada por las acacias de mi boda,
iluminada por sonrisas de niños,
cruzado el cielo de pájaros de acero.
 
Será Primavera y la tierra estará seca y fresca;
entonces una llovizna diáfana caerá
y mi cuerpo cansado se sentirá bien
como las semillas que el sembrador
arroja en los surcos.
 
Países ardientes, con ruinas y huesos humanos,
dulce viento arrasado de mariposas blancas,
guerreros y santos en estampas murales
y el mar lejano, misterioso en carcajada de espuma.
 
No tejieron mis dedos linos ni algodones candorosos,
pero en la sombra mis ojos tejían auroras,
mi alma se alzaba y caía y sollozaba
porque algo la llamaba desde la nada.
 
Fui al pozo, era redondo y simétrico
como los anillos de la luna.
 
Agua vertical, rítmica y lustrosa,
mosquitos ínfimos y desorientados,
manos morenas y pensativas,
vértigo-canción, viento Norte.
 
Me envuelvo toda con los restos de una lira quebrada,
en los espejos del mar me miro,
esmeralda dura, diamante fugitivo,
vuelo que despierta al pie del torreón.
 
Pero eres tú, indescriptible sonámbulo,
el parangón de mi minuto.
 
Te conocen los ecos de la luz
y me absorbe tu destino.
 
Engaños, traiciones
me encaminaron hacia la quebrada,
miré y vi una mano y una risa egipcia.
 
Un escenario confuso y contraído
que me conmueve y desatina,
corro sin detenerme jamás,
trepo al último balcón,
lo profundo me alcanza y desgarra
el borde de mi traje.
 
Trance, locura de amamantar un hijo,
rodearlo de maravilla y enseñarlo a mirar hacia adentro.9
 
Los vellones del cordero se vuelven púas de acero,
sus ojos son punzones, sus manos tenazas.
 
El desequilibrio cruza y tortura
la dispersa confabulación de los huesos.
 
Cuando el agua salada nos mece,
decimos: azul, azul, azul;
allá se enciende una luz,
aquí se apaga una tiniebla.
 
La virginidad huye del planeta,
los instintos muerden,
Satanás los azuza y los comprende.
 
Es un círculo que se aprieta,
ya no veo sino la imagen ultrasensible;
grito: luz, abridme las venas,
dadme una pluma de oro y un pergamino.
 
Ahora sí, reconozco tu nombre
empapado de sangre, atravesando las nieves,
saludado por las águilas.
 
He vaciado mi vida.
 
Como a mi madre, la espera me hace trágica,
un puñal me observa,
con él escribo en la arena mística
nuestros nombres sin cruces.
 
Mis muslos están trizados
¡y son las columnas del templo!
 
Siempre el límite, siempre la puerta,
siempre hasta ahí: lo humano.
 
Despertar y saberse desnuda,
conocer el secreto de las ansias,
ser isla, espiral, cardo azul al borde del abismo.
Si maldices mi alma, reconócela al menos.
 
Grises cabellos en la polvareda de un presentimiento,
baúl de ébano con rosas dormidas.
 
Los heraldos van por el camino:
hierática, inmaterial, aguardo.
Han pasado en pompas de jabón
haciendo trizas la estrella palpitante del río.
 
Vísteme del temblor de los luceros,
apriétame el corpiño triste
de este silencio que me mira vencida.
 
¿Dónde vi esas paredes blanqueadas
a la luz de un quinqué?
¿y esas rosas rojas amparadas bajo la lámpara?
¿todo lo verde y enrejado,
los suelos enladrillados
y la bruja afirmada en el viento?
 
En el fondo del mar
estaba el grave y celeste infinito
que hizo mi carne pura y mis ojos segados.
 
Gota de agua igual a la otra gota.
 
Polvareda en donde todo se consume,
delirio del océano agitado,
monstruos que gimen,
corceles de brida suelta
y orines imantados.
 
Fuerza y desborde
de la contagiosa belleza,
qué de extraños lamentos nutre, canta o calla.
 
Rito del espíritu
en la mansión de las quimeras,
apretada inquietud de los abismos.
 
De pie, como si caminara,
los ríos me llevan desatada por el silencio.
 
La presencia de Dios y su imperativo
allá en el fondo de mi ser,
iluminando el drama desenvuelto del dolor.
 
Dolor de sentir que somos todas las cosas
que la materia puede concebir: horror, y término y ternura,
ilusión maravillosa y temblor
en la mirada verde del mar.
 
Arrasarse y ser de sí misma
el propio y gratuito asesino de la tarde.
 
Detrás de cada puerta
escuché la carcajada helada,
mi sensibilidad se partió
me cubrí con la capa del amor
cuadriculado como todos los colores de las ansias.
 
Seguí fugitivas estrellas
que se iban de cabeza por el cosmos,
y ellas supieron de lo inalcanzado
y de todo eso que la muerte lleva en sus entrañas.
 
Amado mío, ¡cuánto pediste!
si en esa cabalgata de sueños
al menos una vez se hubiese transfigurado mi alma.
 
Cómo nuestros huesos,
a veces, se cansan de su mismo ropaje.
 
Porque la mañana es rosada y verde
y la tarde azul y sombra,
y nuestros ojos siempre negros y encendidos
y la misma palabra profanando la lengua.
 
Pastora de mariposas y ganados,
mi flauta de caña se escucha a la distancia.
 
Alguien hizo sonar una cadena
que llora como campana sin eco;
bajo ella mi corazón se esconde
con la inquieta sabiduría de los gorriones.
 
Allí están desatadas las maravillas del mundo,
esas que mis manos y mis ojos hicieron posibles.
 
Lo eterno en el ala del gusano de luz
y el soplo de tempestad sobre la edad de las encinas.
 
Porfía de hurgar y desmenuzar
y ver10 y tocar y dar forma
a eso que los poetas se comen
y los sastres escupen.
 
No sufro y vivo del sufrimiento,
costumbre de abrigar en el seno los números
y manejar el compás y la línea
hasta que el suave rumor de nuestros pasos,
se adapte, se haga una sola y misma cosa.
 
Hierática, admito la ley, frejol del alba,
mentida y musgosa rosa de las épocas.

Sencilla como la muerte,
hago derroche de piedras preciosas para tu conciencia.
 
Te veo hacer de ti ese barco pirata que decora los mares,
y te doy mi dolor para que hundas en él tu cara pálida,
y el brillo engañoso de tu ojo de diamante.
 
Desvanecer lo rojo hacia un rosado apenas
y de lo blanco ir a lo transparente
y desdoblar el alma desde lo negro a lo profundo
y escalonar el dolor, la agonía hasta la muerte
y todo con un pincel tan fino como las yemas de los dedos.
 
Cantarita inútil, humilde, silenciosa,
flor de un momento, remolino de carretera,
el carro de la civilización, ¡ah!
salvajemente anulando huellas, briznas y corazones de niños.
 
Irremediablemente me revuelco en el horror
arrancando sonidos del violín de mis nervios.
 
Frente al espejo que me devuelve la mirada
y que me grita con un grito demacrado.
 
En las noches, muy juntas las manos,
sentirlas tan pequeñas con el mundo en las palmas.
 
El rodado viene, anuncian desde la cumbre;
esquivo la silueta de silencio, arrebujada y nítida;
soy del miedo la carátula,
el lomo de lo hondo rudo,
cuando los terrores exaltan los sentidos.
 
Un nido de serpientes
se desparrama sobre la glorieta
succionando campánulas y hojas de nuevo cuño.
 
Mi mundo, mi locura, mi sueño,
como si no encontrara ojos ni cabellos,
frente a frente a los olvidos,
a la pasión violenta, a la verdad desencantada.

Años, esperanzas, colinas,
para encontrar una llave perdida
que ya no calza en la cerradura enmohecida.
 
¿Pero, es cierto que estoy al borde de la vida?
¿Cuándo aparecí en estas románticas orillas?
 
Unas nubes oscuras se ensanchan como banderas,
el sol me calcina con sus luces violetas,
el barro de mi huella enarca su misterio.
 
Qué sería transfiguración y qué asombro,
qué sorpresa de ser la cifra y la partida
de esta carrera loca que no va a parte alguna.
 
Es la redoma de la voluntad,
esa voluntad sin margaritas ni jazmines,
eso que no es diáfano ni maravilloso,
sino concreto, difundido, pesado y material.
 
Voluntad que no vuelve la cabeza tan pegada sobre los hombros,
voluntad que se va por la montaña indiferente
y regresa por los caminos de la demencia.
 
Mujer, tibia fosforescencia sin arraigo y sin clima,
tempestuosa en la serena claridad de lo pequeño,
alargas la cuerda del volantín que va por las esferas,
y cuando roto y solo, juguete de los vientos,
da de cabezas con la nube,
preguntar, como un niño: cómo alcanzarlo ahora...
 
Nunca supe de mí más de lo que fui siempre:
reloj, máquina con setenta rubíes a la espalda.
 
Olvidar todo y con planta quemante
pisar la tierra por la vez primera,
sin esperar que el viento nos señale la ruta,
sin seguir esa estrella angustiosa que pestañea y ronca
ahondando el abismal reducto entre la sombra.
 
Son los trinos de lengua fina, nítida
los que me rebalsan el labio descreído.
 
Maravilla de cantar siendo esencia de canto,
íntima inquietud de la palabra hastío.
 
Duermo excesiva y transparente
como la magnolia impresionante
que cae de su peso al roce de un grito.
 
Gitana de alma, señora de costumbre,
viajera de pies desnudos e hijos a la espalda,
orillando florestas y ríos y canciones
no detenerme nunca ni por lunas o soles.
 
Sentir finalizada la ruta curva y disociada
del eterno cansancio,
arrojarla como la cáscara del fruto amargo y dulce.
 
Nunca pedí lo que no habrían de ofrecerme,
cogí rosas y bebí zumo de estrellas;
esto me hizo armónica y desconectada.
 
El egoísmo no perdonó
mi diáfana sensualidad,
-motivo extraño-.
 
Enloquecida traspuse el lago
remando, cantando, sin alcanzar jamás la orilla.
 
Cisne de cuello caprichoso,
despreciativo y altanero,
inefable y moribundo destello de otros arcos futuros.
 
Tu risa quebrada es hipnótica y distante
junto a mi cara del color de las horas.

En la reja del parque se saludan las lagartijas.

Eres de un mineral azul-rojizo y duro,
reflejo de montaña o caudal de torrente,
tu fuerza desbordada enloquece al cordero,
tu voz se compenetra de un vuelo de playas amargas
y destila aguardiente de venganza.
 
No estoy triste ni alegre,
aunque el término es frío y contundente.
 
Desde donde parta llego al mismo destino,
con toda su pompa de hilo de oro y perfumes exóticos.
 
Maestra alucinada que no enseñaste
la muda convalecencia del regreso,
esa que no se seca al sol
y se lava en aguas de sombra;
teniendo la condición que no tiene
la maestra de carpeta de cuero:
no poder engañar con la alegre e inocente mentira.
 
Acaso el eléctrico grito más azul del universo
cruce los elementos en declive
-imán y término-.
 
Viajera de la noche, corcel de humo inmóvil
atravesando la alegría del desengaño.
 
En mi canasto de aurora
el sol, canario del alba, rebalsa y quema,
pero las lloviznas de Abril
volcaron el cuadro líquido de mi atmósfera.
 
El perfume anaranjado de las luciérnagas
remando, río abajo, mi inútil dolor.
 
Hoy entrego mis manos a la piedad de los ocasos,
cuyos colores avanzan y se pudren al mediodía.
 
Soy como acacias blancas que se copiaron en el ébano,
como esas lilas de tan oscuras, guerreras,
alzadas de antiguos y oxidados pastos
a la contemplación de los futuros.
 
Bailan las lagartijas su espejo de lentejuelas,
mi alma instantánea y rebelde da su eco,
solicitada y transparente habito la choza de los precursores
encendiendo el instinto animal que golpea sobre mi corazón.  
 
Si levanté la espuma de mi paso orgullosamente
fue porque me sabía sola y fugitiva por el espacio;
voces nuevas, gritos de luceros, campanillas rígidas
me llamaban. Volví la cabeza y me convertí en piedra.
 
Cuando miro mi imagen distante
cuando entre mis ojos la locura hace un círculo,
me repliego a la cuna del mar
y el sagrado recinto respira de confusión y cólico:
sólo lo saben las mareas con los vuelos de sus vestidos levantados,
más ese tiburón tan azul y complicado
como un espíritu perdido en la candorosa tiniebla.
 
Os he puesto a vosotras, palabras todas
debajo de mi almohada,
una blanca, una negra, así, contrapesándose,
lo simple y lo difícil,
los dientes del pararrayos mascando agua de origen.
 
Caída de un hombro miro mi capa
de princesa del mar,
arenas calientes hacen cosquillas a mi sereno caminar.
 
No viene por el viento ese moscardón de levita,
ni esa pluma de nieve que atravesó las serranías
cuando la cara había elegido un antifaz.
 

 
1 Sin coma en SYD, p. 148; coma en Oniromancia, p. 63.
2 Ídem, p. 151; ídem, p. 65.
3 Ídem, p. 152; ídem, p. 66.
4 Sin tilde en ambas ediciones, p. 67 y p. 154.
5 Con tilde en ambas ediciones, p. 67 y p. 155.
6 Sic. en ambas ediciones, p. 68 y p. 156.
7 Sin punto en Oniromancia, p. 68; punto en SYD, p. 156.
8 "alarga la vida," sin cursivas en Oniromancia, p. 71.
9 Final de página en Oniromancia, p. 72; en SYD se junta con la estrofa siguiente, pese a la sangría, p. 163.
10 Coma en Oniromancia, p. 75.