"HÚAN LI T'OU"
Su forma era la de una mujer que huía, pero la de una mujer
a quien hubiesen cortado
los brazos a la altura del hombro.
Porque Eglantina
no tenía brazos,
ellos, le habrían pesado
demasiado;
mientras que así: frágil, elevada,
estatua de sangre
y de tiniebla
penetraba por la ventana
azul del sueño.
Alba arrodillada
y misteriosa
sobre mármoles negros o blancos o confusos
emitía sonidos guturales y lentos
en lentitud de sombra y pensamientos que no se revelan.
¡Cómo
era en esos momentos simples
un ovillo
traslúcido, 'esponjado,
desenrollándose hasta
las estrellas!
El altar con sus oros y sus encajes,
la copa de sangre
detenida en el viento mañanero
desde donde volaba
un espíritu celeste en forma de deseo:
el ovillo se estremecía, atrapaba algo dulce,
algo que corría por sus venas animadas
dentro del cuadro pálido de
su cuerpo
sin gravitación y sin cadenas.
Hora de adoración y de fuga, después
Eglantina cruzaba erguida y sonámbula
el ámbito frío,
arrodillada
de nuevo, inclinada,
sus labios resecos
y temblorosos besaban la tierra.
La calle con su cielo, su agua y su vaivén
era una continuación prolongándose cuadras y cuadras.
A su paso alguien decía: "¿de dónde vienes?"
ella sonríe4: "¿acaso lo sé?,"
las gentes movían
la cabeza de Norte a Sur
y se volvían
para mirarla una vez más.
Ventana
tan pequeña la de su cuarto
pero llena de un techo y un poste del teléfono;
¡cómo
daba brincos menudos de golondrina!
tan pronto
ardía sobre el árido tejado oscuro
como se azotaba frágil
contra el solitario guardián de la noche
y las palabras emigrantes.
Dos
golpes a la puerta y Eglantina asustada
se arropaba con la claridad espantosa del día.
El arco iris había cruzado el mundo,
los ecos absortos de la montaña amortajada
enviaban su mensaje oportuno
envuelto en magia y muda leyenda
con autorización municipal.
Se elevaba sobre la mesita de noche
un jarro de
leche de aurora y un pan moreno,
a veces unas uvas negras, redondas, como
mundos diminutos
donde se copiaba la pupila del gato o el reverso
de la medalla
que ahorcaba su garganta
pura.
Los largos días sin complicaciones:
linos bordados,
cebollas y lechugas, nueces
y betarragas,
botellas estrelladas de
líquidos estallantes,
maniobras de gentes automáticas
que decían SÍ, que decían NO, cubriéndose
de una estúpida, escalofriante costumbre en la mirada.
Anocheciendo
una instancia acumulada de angustia,
un clima oscuro contra la muerte,
se deslizaban desde los planos falsos del día.
Eglantina encendía lirios y que son cirios
y apagaba cirios que son lirios.
Aparecía de pronto el fantasma de gris contorno
y mirada sin ojos;
en los dedos anillos y símbolos
-verde zumo de algas y locura-.
El
sonoro plumaje de algún gallo despierto
por tejados abrumados de estrellas,
hormigas voladoras con su rojo esqueleto
prendido
al paracaídas flamante de sus alas.
Negro y amarillo terror la auscultaba,
ella naufragaba en tierras o aguas fosforescentes,
de espaldas como las hojas de las palmeras ansiosas del
desierto.
Deshojando el calendario de los días
-felicidad o dolor-
era un arpegio que se trepaba
por los ángulos agudos del tiempo.
El espejo entregaba su figura:
primero los ojos, pero... ¿eran esos sus ojos?
después las piernas -espirales de humo-
pero... ¿eran esas, acaso, sus piernas?
Aquellas piernas luminosas dividiendo la
sombra,
pesadas como la aurora que ilumina
un cadáver.
Siete
velos cubrían a Eglantina y sus senos floridos
sin copa o mano
desbordaba hacia abajo.
Lo oscuro profundo, lo imperativo,
el demonio enrollado en la seda de sus venas,
en el temblor de sus cabellos negros olor a trueno,
a cascada imprudente,
a jazmín pisoteado
a la luz de la luna, la hacían castañetear los dientes.
Si hubiese tenido brazos
habría encendido las lenguas
de fuego que caían sobre su lecho,
pero no los tenía,
ni aun para esta hora de lucha y terror invencible.
¡Ah! si
a intervalos aquella estrella
distante
con su ojo único viniera a encenderla!
Recordaba, sin saber por qué,
su sombrerito de terciopelo verde con ala de cisne joven,
su cinturón con hebilla de caucho,
su vestido con
vuelos y esas botas altas
esas que tenían treinta
botones que nadie había de contar.
Años perdidos con sus colgajos de hojalata maldita,
años AMARILLOS Y NEGROS,
contrapesándose,
estremeciéndose desde
el Oriente y su sabiduría.
Esa noche, igual a otras noches,
cayeron los siete velos del cuerpo desnudo de Eglantina.
Había
un rumor de silencio,
de navajas ocultas,
había un largo oscuro color de sangre envejecida,
sangre que se extendía hasta los guardapolvos.
Las arañas tejieron un sudario.
Y un pie
de mármol
quedó fijado entre mantas ardientes.
1 "sonreía"
en Oniromancia, p. 14; SYD, p. 97.
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