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EL ÍDOLO

  

Ese viento que arrebata con su arrastre vertiginoso
de ladridos y arenas y lágrimas,
siempre llegaba -amigo de las tinieblas y el terror-
combatiendo la desgarrada inconsciencia de mi alma.
 
Entonces ya te veía traslúcido, flamígero, impar;
traslúcido, dentro de esas copas de cristal altas y sonoras
donde la canción del vino y de la fiesta repercuten;
flamígero, allá en la montaña altisonante,
ufano del grito de los zorros salvajes,
traspasado de helechos frescos y vivos entre la sombra,
sin miedo;
impar y peligroso,
con presencia sin academia y sin reparos, l
lenando ese ámbito cuotidiano y familiar
que rodea siempre la pregunta.
 
Ácida, huracanada, ajena de plantas
o racimos de uvas calcinadas,
extendiendo mi cabello negro, ilusorio,
ofrecido en bandeja de plata,
superponiendo galas de lirismo,
con perfume de terracota mojada,
evocando tragedias de héroes
o besos de vírgenes inmoladas al sol;
todo, tierra y cielo, sangre, perdón, dolor,
todo, pulverizado a tus pies.
 
Tus venas salobres y su germen azulino y febril,
ese cuenco profundo, opaco, de mirada vacía
donde descansaba esa postrera lámpara que ya no ilumina,
y esas nuevas y unilaterales corrientes, todo emanando de tus dedos.
 
Las horas espasmódicas de potencia verde,
horas inconexas que traducían canciones,
varias canciones con intermitencia de pulso
y viento rubio de cráneo en la mesa del cirujano.

Sólo el círculo flamante
y el verbo desflecado
hacían de mí alondra.
 
Pequeñas carreras a la luz de la luna
que ponían ángulos
y que soplaban fuerte y parco dictamen.
 
Oh, tu alma ilimítrofe
estrellada de videncia y porfía
rayando el hierático y azul pulmón del infinito.
 
Hecha un montón de huesos quebradizos,
ovillada, desleída en humos trashumantes,
consumiéndome en espirales.
 
El tiempo es una adormidera gigante,
los ojos, las manos, el alma hurgan aquel dolor,
se actúa en frío;
los dientes no rechinan,
el sudor mortal ya no invade nuestra órbita,
las plantas de los pies no vacilan,
ya no nos arrasa la tormentosa tortura del hecho.
 
¿Qué pedestal de arena movediza
sostenía tu originario y desolado cuerpo desnudo?
 
Porque bajo mis párpados
la arenilla confusa me ciega,
de mí1 lo humano huye,
soy sombra de algo distante y distinto,
la aguda y única redoma
donde dan vueltas, azotándose
los últimos peces animados de mi fantasía.
 
 
 
1 Sin tilde en SYD, p. 107; con tilde en O, p. 25.