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CHONCAITA1

 

Prendida a la tiniebla
miro la espalda de la noche, húmeda y transparente,
sin multitud de trizadas estrellas;
ausente, vivo los ruidos azules y delgados
y me extiendo al amparo profundo
de su corazón dormido.
 
Salpica la sombra ese ratón de raso,
y las arañas entonan con sabiduría
su pegajoso afán oscuro.
 
En la estática estancia abrumada
las murallas se miran de dos en dos,
las ventanas bostezan un aroma de cándidos lirios,
las puertas dan un paso hacia adelante
eternamente, sin avanzar,
y, en silencio nos rodea la inmóvil y alta
margarita de humo de la costumbre.
 
Pajita, brizna, adherida
al vellón opaco del tiempo, apesadumbrado y flojo.
 
Aquí, desde el rincón del alma canto
el pedazo de Octubre que se disipa.
 
Floreando la repisa, las escobillas y los peines,
sobre las mesas los jarroncitos de barro iluminado,
los papeles, hormigueantes de presencia;
en las perchas, los gestos pintados
al óleo de los vestidos.
 
Voy a pensar,
y cojo la telaraña ardiente
de los días rojizos;
canto, y el eco incierto de mi voz
cuaja una golondrina de nieve temblorosa. 

D escompone el espejo
un color anaranjado que viene de afuera:
la luz del sol madurando los ladrillos
de la iglesia rural,
alegremente tachonados de besos fugaces
y latidos de pájaros aventureros.
 
Me confunde la actitud cuotidiana
de los almidonados quehaceres:
dobladillo, surzo,2 enjuago, coso,
quito el polvo rodante del oro postrero
y todo se va, cristalino y quieto,
por ese azul inmenso que se destiñe
inalcanzable y simple, como todos los días.
 
Mi figura de embarazada
va lentamente por los sembrados...
a veces cojo flores, grandes nudos de flores menudas
más aquellas rosas rojas, aterciopeladas,
que dejan los dedos teñidos de sangre.
 
-Buenos días, don César.
-Buenos los suyos, señorita.
-¿Amaneció Ud. bueno?
-Sí, bueno, para nada.
 
Ciego e inútil, viejo de aldea
canta la tonada triste,
llevando el compás de su canción errante
con el pestañeo fatal de sus ojos sin mirada.
 
Rompe el verde boreal sobre los tejados,
el abanico luminoso y perenne
de las palmeras
saluda el advenimiento de la Primavera.
  
Casona chata-rosada de costado al mundo,
sonríe su vejez a los acacios en flor;
subyuga la orquesta blanca de la iglesia
ardiendo con todos los azules...
 
Caminitos compañeros de las murallas viejas,
que ofrecen frutos recién nacidos,
y allí, a lo lejos, perdido en la perspectiva infinita,
el río iluminando los sembrados.
 
Piedrecillas azules, rosadas, con musgo,
o simplemente bonitas, redondas, pulidas
por el constante rodar,
piedras enormes, abatidas, sombrías,
descanso para el caminante sin camino,
y cabecera del crepúsculo.
 
¿Habéis visto, alguna vez, dormir la tarde,
río abajo, la tarde
con la mano en su cayado,
y el corazón prendido a la estrella del mundo?
 
¡Olorosos los retornos de azahar!
La casa de paredes blanqueadas, elevándose,
los patios rodeados de soledad,
la cuba con la luna detenida,
el perro digno de sí mismo,
conversando con el gato quisquilloso y solapado.
 
Traed las lámparas
a recoger el reflejo de la propia conciencia
encendida, más trémula.
 
Unas campanas roncas, enmohecidas
cacarean la oración,
con un acento confianzudo de corral.
 
El campanero de entonces,
agitando sus manos de piedra,
y aquellos ecos voluminosos de horizontes,
llenando el poblacho. 
 
El campanero que es, seguramente,
sacristán y sepulturero.
 
Lo recuerdo con el camisolín aplanchado,
bañándose en el incienso,
y es la misma manera redonda
la que lo reviste y formula
cuando echa tanta tierra y olvido sobre los difuntos.
 
Ha rodado en los años, ¡tantos años!
el reloj irreal de la torre
marcando con el mismo y único dedo
la hora de las campanas
y la hora de los muertos.
 
Y también murió ayer entre el asombro poblano,
no tocaron las campanas, porque no tocaron,
para quien las tocó para todos,
y allá...
detrás de los últimos y aterradores olivos...
 
En estas noches tan afuera,
siento en mi pecho desnudo
como un rumor de caracoles marinos.
 
Grito y mi grito es recogido y veneciano:
abriéndose como botones de flores profundas
las sílabas ocupan
toda la curva sonora de la luna.
 
Como el cardo esponjo en simiente
mi anhelo tembloroso:
llegará el nuevo misterio
con su cabecita iluminada
por los párpados de la flor del peral,
y de ahí que el rumor del tiempo
ha henchido de abejas los pechos abundosos.
 
Mas, en las tardes, los chunchos
seleccionan mis árboles para hacer sueño,
y las mariposas nocturnas suben
como frutos de Invierno
por el enrejado de la ventana.
 
Carne de pétalos afligidos,
mi corazón se florece de espanto
con presentimientos:
el aparecido traerá mi fin verdadero,
un rojo ataúd, en hombros,
desde la casa humana al cementerio,
tan pequeño, por lo demás,
tan claveteado,
y con aquella puerta tan alta y ancha
y sonora...
 
Cierro los ojos en estas semanas medrosas,
visto los recuerdos y miro la habitación,
con sus paredes ceroteadas
y sus estampas en blanco.
 
Estudio la pierna ceñida de una niña
en un dibujo en claro-abstracto de Marie Laurencin:3
aprendo cómo se conmueven, en un jarrón de piedad
las florecitas pequeñas;
y cuando mueren sobre los objetos,
como que quisiera ir a tenderles la mano,
y jugar con ellas,
como hacen los niños con las mariposas.
 
En la ribera del atardecer sin música
este perro largo, vestido de luto,
viene a recortar los miedos
de la puerta vetusta,
(sale la escoba con la vieja Matilde,
maldiciendo, escupiendo por el recuerdo
de las telarañas ausentes).
  
La esquiva el bruto
con un movimiento político,
le amanecen los ojos, o los colmillos
sonriendo en la noche de sus mandíbulas.
 
Entonces, todo queda parado
como un ojo muerto.
 
La casa se agranda y se agranda,
las ventanas se pueblan de filosofía.
 
Apretujados alrededor de la cena,
se oscurece y se distancia la vida.
 
Ahora el maullido de los gatos invisibles
dentudo y estridente,
lamentos como de humanos huesos,
y también la quietud,
la horrible quietud con terror,
que lo contiene todo:
amor, dolor y muerte.
 
Cómo poder hablar de esta mañana esplendorosa,
un aire tibio sopla desde la otra vida,
un olor a hojas jubilosas,
los niños corriendo y gritando animalmente
a la siga de los abejorros.
 
Junto a la jaula del canario;
lo pienso hecho alas sobre los almendros,
mirándose en esos coágulos de luz,
que pestañean entre las charcas tan humildes
a la relación del riego.
 
Enorgullecida de su voz
que levanta una polvareda más en mis dominios
le hago la caridad de una hoja de lechuga,
y un puñado de cáñamo o de alpiste silvestre.
 
¡Cuando es terrateniente de todos los campos
y todos los vientos!
 
Me empujo hasta poseer
la puertecita policial de su jaula,
mirando en contorno como un ratero delicioso,
y la hago camino.
 
Le ofrezco el horizonte rojo y atrevido,
la inmensa curva imantada de las cordilleras,
el aplauso de los eucaliptus.
 
De un lado a otro oscila,
de un lado a otro, sin un cántico,
picoteando la dádiva mísera,
y se recoge prisionero, tembloroso,
en su felicidad limitada
a su pequeña cadena de oro.
 
Incendiando la ciudad
donde todo se confunde,
y vive la sombra su rumor,
contra las vidas,
y no se permiten los cantos de los gallos vecinos,
ni el clamor de los perros lejanos,
donde no hay aguas desvestidas,
ni tiempo de largura,
ni silencio en infinito silencio,
aquí, en los tumultos,
sin cara y sin alma,
venía llegando ella,
ella que era flor y producto rural
cuajado en Verano tranquilo.
 
Cuando es, apenas un manojito
de ilusión roja o informe,
y sólo en su carita de Invierno
los ojos del azul desvanecido, poderoso e infinito,
aletean, regresamos con toda ella,
que es un nido de cintas, lanas y bohemia
a este recodo del país4
en donde nos agigantan los vientos desocupados
que llevan ganados a la espalda.
 
Su llanto de árbol en tiniebla,
es encogido y amargo;
y su cuerpecito no pesa más que una golondrina.
 
Encima de lo lejos, distingo,
un gran cuaderno verde,
y sobre las lejanías del caminante
una palabra azul que se disuelve.
 
Las silletitas debajo de los emparrados,
los tejidos, los periódicos del crepúsculo y su alondra,
las gallinas morenas.
 
Sobre mi inquietud su cabecita ensueño
guardando la forma de una lágrima.
 
"Duerme, Carmencita,
duérmete por Dios...
 
Mi voz aletea sobre su vida trepidante
cayendo con aquel temblor íntimo
de las hojas dispersas
sobre la desolación de los vagabundos.
 
... "por los capachitos
de San Juan de Dios ...
 
Días de soles cordiales y con frutos
que ruedan por los Domingos;
la naranja del río incendiándose,
las áridas viejas
con sus grandes atados de sarmiento,
viniendo de la otra orilla...
 
La superstición popular
la señala con su dedo infalible de muerto,
"va a morir,"5 dicen,
"porque se parece a los que cruzan las manos en ruego,
va a morir porque va a morir."6
 
Yerbas con olor a tierra húmeda:
y a toronjil,
aroman su aliento de fantasma.
 
Más, algo vago, sumiso y sin sentido,
merodea a su alrededor
alisándole los cabellos.
 
Por el declive rojizo y cansado,
todo lleno como de pisadas distraídas
con hendiduras y revueltas heridas,
rueda el corazón de una lluvia despeinada,
patinando o anulando rastros
arrastrando guiñapos,
y hojas que hacían nido.
 
Y el todo se derrumba,
más allá del cielo que se tomó de la mano
con la tiniebla.
Y el aspecto es como de cabellera destrenzada,
como voz de carretera,
como corazón de inocente en peligro.
 
Aquel gato amarillo
que se envolvía en remolinos de alegría,
y que corriendo era como un latigazo de sombra,
buscó refugio en el alero.
Miran sus ojos de poeta, todo el torrente,
flor de países artificiales,
en los dedos del tiempo en suspenso, y piensa...
  
Y ella es, esta pequeña pena que sonríe,
detrás de los sueños de la ventana,
como estas lágrimas preciosas de ilusión primitiva.
 
Cae la tarde en los brazos abiertos
de la noche profunda;
el ventarrón se agolpa, formando nudos de agua;
los ojitos se van llenando de un azul azul,
rato a rato,
las venas clarean en su frente de diamante,
apresuradamente,
y sus manitas7
con los deditos entrelazados
se quedan dormidas ...
 
Abriga el sueño
aunque la mano áspera del viento,
ofenda las puertas,
y el ojo del planeta se sitúe, precisamente,
en el horizonte de la ventana.
 
Silenciosamente, murmura
el clamor del día caído
en aquella onda profunda:
aquel fluir da luz entre mis dedos
cuando lo desmenuzo,
como atrasada hojarasca muerta.
 
Tú duermes, ¡oh!8 amigo mío,
tus sienes son verdes como ramajes salvajes
y tus cabellos huelen como el sentimiento del espino;
aún nuestro presente es frutal,
como esa naranja roja que arde en el huerto,
un largo Invierno.
  
Mi figura, arco y canto de plata,
vibra como un puerto
en libre noche de astros,
rompe la ola negra, formulando un grito,
arrastrado de hierros, humo y burbujas.
 
Te amo, tu pecho florido,
recoge mi cabeza de antimonio,
tu amor es estremecido y agrícola,
y en tus labios la oscuridad
tritura rosas plenarias.
 
Rojo caracol, mi corazón soporta
una resonancia de aurora boreal,
que inventaba, de niña, en los Veranos plácidos.
 
Extensa, la llanura de plata y esmeralda,
como la palma,
de una mano bien tendida,
así, la poesía donde mi árbol que canta,
maneja todos los sonidos del viento,
de la montaña, de las palomas y los alicantos.
Erguido, solitario, como un hombre,
recita su canto a la hora de los vagabundos.
Despreocupado,
como una hoja de los tiempos absortos y primeros
alarga la palabra.
 
Hecho voz, todo,
aquel plumoncito de color variado y travieso,
parece un pensamiento sin forma
diciendo de la tierra,
de la tierra perdida en la memoria del mundo
las cosas que los hombres no pudieron.
 
"Era una vez...
y las horas emigran con el
espectáculo.
 
El abanico de las plumas infantiles
sumado a la voz de el pájaro que habla,
nos explica el mundo del sueño,
junto a aquella voz tan humana
que depende de un enigma de trapo claro.
 
Fuente donde se miran los soles tardíos
y los primeros trinos serpentean.
 
La gaviota y la alondra
han llegado a sus orillas Otoño a Otoño,
y alguna vez,
desde lo alto, dejaron caer hacia su corazón
un canto o una pluma de vidrio...
 
El venado bañó la oratoria
de su vanidad silvestre,
y la cebra9 contempló el organillo de su ropa fantástica,
y los elefantes desenrollaron su energía,
y los leones y las leonas echaron a nadar sus lenguas ardidas.
 
En aquellas aguas de oro,
en aquellas aguas del color de los ojos de Dios
omnipotentes y humildes aguas amarillas,
están todos mis cantos,
ya sean temblorosos como un balido,
rectos como un vuelo
o tendidos como una campanada de aldea.
Agua, agua luminosa y extasiada,
agua dorada...
 
Ahora un botón de rosa musical y profundo
pone su ojo poderoso en la alcoba.

Pero al verla así, despavorida y pequeña,
con la sonrisa quebrada y transparente,
toda mi vida hace un himno amargo.
Llora mi niñez en la distancia desolada,
solitaria entre las gentes,
llevando en las pupilas el milagro,
como quien lleva la lámpara
recién encendida e infinita.
 
Quisiera contarle aquellas historias
que inventé siendo muy niña y fina,
mostrarle los caminos blancos
en donde están las aldeas de los niños
pero, ¡cómo, Dios mío!
si es tan delgadita, tanto,
que la alegría es apenas perceptible.

Pepitas de sal, sobre mi silencio.

El oro reciente de la montaña
dibuja la huella de un ensueño ennegrecido
por el fracaso de muchos soles.
 
Palomas blancas sostienen los tejados rojos,
la familia palmotea,
mis manos emprenden su viaje
entre mis cabellos,
como si cayera nieve sobre las edades.
 
La estancia con su caliente mano, acaricia,
el retrato de nosotros con emoción antigua;
su color de últimos días
y un canto mayor, peinan
las mariposas inútiles...
 
Aquellos vientos blancos del blanco Verano,
besaban aquellas carreteras emigrantes,
enriquecidos de recodos y árboles con pensamiento,
a pesar de que su alma era como la golondrina.
 
Cinco meses ya sus pestañas rubias,
(sueño y tarde),
iluminaban los campos abiertos,
cinco meses y la voz caía
en el hueco ensangrentado del pecho.
 
Choncaita,
y al nombrarla, todo se hacía chiquito,
como huevo de paloma.10
 
¿Cuál fue el incendio del día
en el que su ser mínimo y transeúnte,
estuvo botado
como un pájaro muerto?
 
Sin embargo
nosotros la escuchamos perdida,
horizontal,
derramada
entre el tiempo inerte.
 
Lejos, los aquellos días en que aderezaba
la pintura de fondo de mi entusiasmo,
colocando pétalos singulares en la mesa humana
en relación de trinos y semillas.
 
Hoy, desde mis almohadas olorosas,
manejo el mar lechoso y convulso,
aguijoneado de ansiedades,
y de frías salmueras amarillas:
pez enorme, vuelto de espaldas,
brillando al sol,
en aquellas mañanas que se abren
a la anchura
como un ojo azul.
 
Anidan bajo mis ventanas,
los pájaros fundidos
de los aviones militares.
Con la luz del viento
se levantan
haciendo su gigante espectáculo;
los barcos de guerra llenan de pintura,
el panorama doméstico;
hace de antes, que monologan
con las aguas tendidas en su recuerdo,
pero han de irse mañana,
sí,
mañana han de irse.
 
La bahía quedará a soledad,
más antigua, más mojada y más conmigo,
más llena de su sombra sola,
ya desvanecida,
más colmada de aquel instante tembloroso
cuando se disuelven las cosas en las cosas.
 
Hacia el ocaso del anochecer,
a la hora en que el búho11 amanece su aurora,
en su lecho de sombras,
y las gaviotas agotan
la mirada agua en sus pupilas,
el barco rojo
se detuvo a la orilla del viento,12
venía muy ardido
o como tostado y ennegrecido
de humos violetas como ojeras de náufrago.
 
Arriba, en la arboladura,
una paloma amarilla descendía,
ingrávidamente,
con una sencillez de paloma blanca
sobre los tejados del mundo.
 
Crujía.
 
Los olvidos del viaje
dejaron caer su cadena de sueño
al fondo místico del mar.
 
Nadie vio al mensajero de plata,
enterrado en el océano de la noche,
cuando sacó de su corazón
una sombra oscura en la sombra
y la vació, lentamente en el horizonte.
 
Se arrullaban en los límites
las lámparas pasajeras:
uno que otro graznido perdido en el absoluto,
alguna voz marina
amarrando redes o palabras obscenas
y el bramido intermitente de la boya del buey,
como gota de presencia en el abismo.
 
Un viento de flor
como su aliento cuando estaba tan dormida
mecía las velas purpúreas.
 
Entonces, mis pestañas sombrías
refrescaban, de cuando en cuando,
mi inquietud ardiente.
 
Hacia nunca, por el recuerdo,
un instinto divino aleteaba en mi amargura;
era su alma
hecha de millones de moléculas blancas,
y tan liviana
que se había roto en la muerte.
 
Contra la pared quemada
fue azotándose una canción trunca.
 
Parecía un murciélago el velamen
agitando la única ala en lo oscuro, solitario
e incorporado a las tinieblas.



1
"Choncaita" o "Choncaíta," apodo de Carmen, Carmencita, hija de Winétt y Pablo de Rokha, muerta tempranamente en la infancia.
2 Utiliza la forma ortográfica "surzo," de "surcir," en vez de "zurzo," de "zurcir," en ambas ediciones, p. 91 en C y p. 57 en SYD.
3 Marie Laurencin (París, 31 de octubre de 1883 - 8 de junio de 1956) pintora, grabadora y poeta francesa. Ilustró obras de André Gide, Max Jacob, Saint-John Perse y Lewis Carroll, entre otros. Trabajó además como retratista del mundo de la moda francés y como decoradora de ballet y teatro.
4 "de país" en C, p. 98.
5 "van a morir," error tipográfico en SYD, p. 66; corregimos según C, p. 100. Sin cierre de comillas en C.
6 Sin comillas ni cierre de comillas en C, p. 100.
7 "manitos" en C, p. 101 
8 Sin signo de exclamación inicial en C, p. 102.
9 "zebra" en C, p. 104.
10 No hay separación estrófica en C, p. 106, pero guarda sangría.
11 Sin tilde en C, p. 108; tampoco en SYD, p. 74.
12
Sin coma en C, p. 108.